Jesucristo ha cambiado de interlocutores. En los capítulos del 21 al 23
de san Mateo se estuvo confrontando con los sumos sacerdotes, ancianos del
sanedrín, fariseos, herodianos, saduceos. A partir del capítulo 24 y en este
25, está hablando con sus discípulos, los está instruyendo y preparando porque
los va a dejar aparentemente solos una vez que muera en la cruz y resucite. En
estas enseñanzas nos sentimos nosotros como destinatarios directos.
El talento era una medida greco romana. En tiempos de nuestro Señor
valía entre 20 y 25 kilos de plata. Era una cantidad exagerada de dinero. A
partir de esta parábola, la palabra ‘talento’ ha venido a significar, primero
cada uno de los dones que Dios nos concede, y luego, las cualidades de cada uno
de los seres humanos. Así se usa decir que una persona tiene talento para tal o
cual cosa. Pero los creyentes leemos toda nuestra vida en clave de don. Tener
cualidades para algo no es lo más importante, porque si alguien es bueno o muy
bueno para algo, la verdad es que nadie se ha dado una cualidad a sí mismo,
desde que nacemos traemos diversas cualidades y aptitudes. Lo que cada uno
tiene que hacer es cultivarse, ejercitarse, para sacar provecho de lo que Dios
le ha dado.
Ya escuchamos lo que hizo cada uno de los siervos con los talentos que
recibieron de su amo. ¿Con cuál de estos siervos nos identificamos cada uno de
nosotros? Los dos primeros, independientemente de la cantidad que recibieron,
le sacaron provecho a los talentos recibidos. Pero el tercero, sin importar si
recibió sólo un talento, fue y lo enterró para no arriesgar. Con los dos
primeros, el amo se muestra muy contento, pero con el tercero se muestra
sumamente severo, tan severo que hasta los mismos biblistas se sorprenden si no
está exagerando Jesucristo al presentarnos una imagen de Dios Padre que no
corresponde a la imagen que ha presentado a lo largo del evangelio, o una
imagen de sí mismo como un juez condenador y castigador.
Independientemente si así van a ser las cosas en el juicio final,
nosotros debemos quedarnos con la enérgica llamada de atención que nos hace el
Maestro. El cristiano, la cristiana es aquella persona que produce frutos con
los dones que Dios le concede. Nuestro Señor no nos está invitando a ser buenos
negociantes, eso lo sabemos de antemano. No es el dinero el fruto que Jesús
espera de nosotros. No. Lo que Jesús espera de nosotros está bien plasmado en
los santos evangelios: obras de justicia y caridad, conversión, apostolado,
transformación de nuestro mundo en ese reino que Dios tiene proyectado. Jesucristo
nos adelanta lo que serán sus palabras de recibimiento en el día definitivo: "Te
felicito, siervo bueno y fiel. Puesto que has sido fiel en cosas de poco valor,
te confiaré cosas de mucho valor. Entra a tomar parte en la alegría de tu señor”.
Debemos de trabajar para que todos nuestros católicos sean personas que
produzcan frutos de reino, porque la verdad, nuestra religión se parece más al
siervo que enterró su talento para no correr riesgos.
Nuestra vida cristiana no puede reducirse a un portarse bien, no
pelearse, no decir malas palabras, rezar, tener devociones, actos de piedad.
Para quienes piensan así, son las palabras de nuestro Señor: "Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien
la pierda, la conservará” (Lucas
17,33). Nuestra religión cristiana no es una religión de encerrarse en una
pretendida salvación personal. O sales a salvar a este mundo, o te pierdes a ti
mismo, y contigo, este mundo también se pierde. Antiguamente se pensaba que un buen
católico o católica era aquella persona mustia que no quebraba un solo plato;
que se encerraba en su casa, y de su casa al templo; que no tenía que ver con
nadie, por lo que no se metía en problemas.
Pero Jesucristo nos dice hoy que no
entierres los numerosos talentos que Dios te ha concedido, que des fruto, que
te arriesgues. Recordemos lo que decía el Papa Francisco hace unos dos años: "Prefiero una Iglesia
accidentada por salir, que enferma por encerrarse”.