CRISTIANOS E IGLESIA MOVIDOS POR EL
ESPÍRITU
Domingo 31 de mayo de 2020
Pentecostés
Carlos Pérez B., pbro.
San
Lucas tiene su propia cronología para expresar la plenitud del misterio de la
pascua de Cristo, plenitud que se realiza con la donación del Espíritu Santo. Los
números 40 y 7 son números bíblicos que indican plenitud. Jesucristo resucitado
se estuvo apareciendo, como lo leímos el domingo pasado, durante 40 días a los discípulos.
Y a las 7 semanas, el 50º día de la resurrección vino el Espíritu Santo sobre
ellos. Resurrección, ascensión y pentecostés no son acontecimientos dispersos
en el tiempo sino una sola realidad, tal como lo escuchamos en la lectura evangélica.
El mismo domingo que Jesús resucitó, ese mismo día sopló sobre los discípulos
al Espíritu Santo. Así es que, tanto san Juan como san Lucas, aunque con distinta
cronología, lo que nos presentan es el cumplimiento cabal del proyecto de Dios de
ser salvación para esta humanidad, por medio de la vida del Hijo como por medio
de la acción siempre perenne del Espíritu Santo.
Contemplemos en
primer lugar la belleza del trabajo que realizó el Espíritu Santo en la
humanidad que el Hijo asumió en el seno de María, concebido por su poder en una
humilde mujer, sin recurso de la parte dominante de todas las sociedades, el
varón.
Jesucristo no era
un personaje importante en aquellos tiempos, era un pobre artesano de Nazaret,
que luego llegó a ser un hombre del desierto, conducido por el Espíritu,
forjado en la renuncia a sí mismo, en la fidelidad a la voluntad del Padre,
fortalecido espiritualmente para superar las tentaciones a que nos vemos
sometidos los seres humanos.
Este hombre tan
íntegro encarnó, vivió y ejerció admirablemente el amor del Padre por los
pobres, su misericordia para con los pecadores, su compasión por los enfermos,
por los pequeños, su acogida incluyente hacia las mujeres, hacia todos los
marcados por la impureza. No vemos los cristianos a un súper hombre, sino a uno
que se dejó hacer y conducir por el Espíritu.
Jesucristo fue un hombre libre como el viento, no atado a una religiosidad o ley sagrada escrita por los hombres. Le decía él mismo a un hombre que sí era preso de su religión: "El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu" (Juan 3,8).
Contemplamos a un
ser tan frágil como nosotros, conducido a la más espantosa de las muertes, como
espantosas son todas las muertes de las que somos testigos hoy en este tiempo de
violencia. Con los ojos de Dios vemos en esta muerte en cruz no sólo el corazón
impregnado de maldad de los seres humanos, sino también la entrega entera y
completamente gratuita de alguien que fue dócil a los impulsos del Espíritu
hasta la muerte. La meta de esta maravillosa vida no podía ser sino la
resurrección y la donación del Espíritu.
Pues bien, no
veamos los toros desde la barrera, porque todo lo que contemplamos en Jesús lo
hemos de contemplar en cada uno de nosotros, los cristianos, y en toda la
Iglesia en su conjunto. Nos lo dijo Jesús en la última cena: "el que crea en mí, hará él también las obras que yo
hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre” (Juan 14,12).
Así
es que la vida entregada día tras día, desde Galilea hasta Jerusalén, de Jesucristo,
se prolonga en nosotros por el baño del Espíritu de Dios. Este Espíritu es la
luz y la fuerza que ha de sustentar la vida y la acción apostólica de cada
cristiano y de toda nuestra iglesia. ¿Cómo hemos de ver a un cristiano/a y a
una iglesia impregnados por el Espíritu? Pues igual que a su Maestro.
Jesucristo
fue un hombre pobre en recursos económicos pero rico en el Espíritu. Nunca
estuvo atado por los bienes materiales. Este hombre movido y fortalecido por el
Espíritu se dejaba llevar por el proyecto de Dios, así ha de ser nuestra
iglesia y todo cristiano.
Jesucristo
era un hombre de bellos discursos y palabras, pero no se quedaba en ellos,
pasaba admirablemente a las obras, y sus obras eran siempre de misericordia
hacia los más pobres, los excluidos, los pecadores. Así ha de ser nuestra
iglesia y todo cristiano, calcados en el ser de Jesús, impulsados por su
fuerza, por la fuerza del Espíritu.
Jesucristo
fue siempre una persona desapegada del poder, del dominio hacia los demás, a
pesar de ser el Hijo de Dios. Así ha de ser nuestra iglesia y todo cristiano,
para servir al mundo desde el despoder y desde el desprestigio. Recordemos sus
palabras: "los jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes
las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que
quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor” (Marcos 10,42).
Podemos repasar (y lo recomiendo mucho) en los 28
capítulos del libro de los Hechos el caminar de una iglesia muy bonita,
sencilla y pobre, la que nació en aquel primer pentecostés. Superaron las
dificultades y conflictos que se les presentaron porque se dejaron llevar con
docilidad, aunque también con resistencias, por los impulsos del Espíritu, como
su Maestro.
Es necesario que nosotros los católicos todos nos
ejercitemos en el discernimiento de los impulsos del Espíritu Santo. En una
lectura ingenua de la Biblia, antes pensábamos que quien hablaba en lenguas, ya
por eso tenía el Espíritu Santo; y muchos se esmeraban en adquirir los dones
que llamaban la atención, a veces hasta para hacer lo contrario a lo que nos
mandaba Jesús, y los utilizaban para manipular e imponer su dominio sobre los
demás en su grupo y comunidad. Pero no es así. El don del Espíritu Santo es
para hacer de ti una persona como Jesucristo. Por eso la iglesia primitiva no
se encerró en sus rezos y sus devociones, no se engolosinó con la posesión de
los dones del Espíritu, sino que se hizo una iglesia en salida, apostólica, libre,
no esclerotizada como la iglesia de hoy y de hace siglos, valiente, arriesgada,
abierta a los signos de los tiempos, crítica del poder humano, etc. Así ha de
ser cada uno de sus miembros.