LA UNIDAD DE LOS SERES HUMANOS QUE DIOS
QUIERE
Domingo 2° de pascua, 16 abril 2023
Hechos 2,42-47; Juan 20,19-31).
Carlos Pérez B., Pbro.
Es necesario que los
católicos todos, sin excepción, vayamos conociendo poco a poco los santos
evangelios. Ahí, en esa Persona llamada Jesús, se fundamenta todo lo que somos,
cristianos, discípulos, hijos de Dios.
Los cuatro evangelios nos
hablan de la diversidad de encuentros que vivió Jesús Resucitado con sus
discípulas y discípulos (en nuestras lecturas personales repasemos los relatos
en los cuatro evangelios). No se trata de una sola historia, sino de
experiencias muy diversas que vivieron aquellas gentes, experiencias en las
cuales nos vemos reflejados, de una o de otra manera, nosotros, gentes de este
siglo XXI. Y si un católico o católica no vive este encuentro personal con
Jesús, entonces no es verdaderamente cristiana-o. Porque el cristiano no es esa
persona que vive una rutina de prácticas piadosas, devocionales o cultuales,
sino aquella persona que vive en una relación viva, presente con Jesucristo
vivo, una relación de escucha, de aprendizaje, de obediencia, de contemplación,
en la alegría del Resucitado.
San Juan, en este capítulo
20, nos platica primero el encuentro escalofriante que vivió María Magdalena,
la enamorada, la modelo de todo verdadero discípulo; la que lo ama aun cuando
pensaba que estaba muerto, y quería encontrar su cuerpo, como lo vemos,
desgraciadamente tan frecuente con los tantos desaparecidos en nuestro país.
Las madres, los familiares quisieran por lo menos tener los restos mortales de
sus seres queridos para poder llorarlos no el vacío.
Luego, como lo escuchamos
en esta Misa, el Señor se les presentó a todo el grupo de discípulos al
atardecer (no al anochecer, como traduce el leccionario romano, porque la noche
ya le pertenece al segundo día, no al primero). Es necesario que cada uno de
nosotros, en su lectura personal, se detenga en cada uno de los detalles del
evangelio de hoy. No los comento todos, pero son una riqueza de espiritualidad
cristiana.
Al primer día de la semana
nosotros los cristianos le llamamos ‘Domingo’, de domínicus (Dóminus=Señor), es
decir, el día del Señor. Para los judíos era simplemente el primer día de la
semana. Dos veces nos dice el evangelista que Jesús se hizo presente este día en
medio de los discípulos, a pesar de que estaban bien encerrados, por miedo a
los judíos. Éste es el día privilegiado en que nos reunimos como comunidad de
Jesús en torno a su mesa, a la escucha de su Palabra, para vivir su presencia
viva entre nosotros. A nosotros no nos mueve el cumplimiento de una obligación,
sino el amor a Jesús y para vivir el amor que él nos tiene, que ya sabemos de
qué tamaño es porque no hay amor más grande que dar la vida por los amigos
(Juan 15). Si en nuestra diócesis sólo un 10% de los católicos asiste a Misa
los domingos, no es que sean desobedientes, es más bien que no les hemos hecho
llegar el amor de Jesús. Cuando se dejen mover por el amor de Jesús, entonces
vendrán a sentarse con nosotros. El domingo, o cualquier otro día, para quienes
trabajan ese día, Jesucristo continúa partiendo el pan y el vino como su Cuerpo
y su Sangre con nosotros, y partiéndose y entregándose a sí mismo para la
salvación de nuestro mundo. En algunas comunidades, sobre todo del campo, la
Misa es una reunión de gente que se ama. ¿Cuándo aceptará la Iglesia otras
formas de celebrar el encuentro con Jesús?
El saludo del Resucitado es
"la paz con ustedes”. No es la
aparente paz de la que habla nuestro mundo, esa paz engañosa, que no se vive
sino que se impone. Ya en la última cena nos había dicho Jesús: "Les dejo la paz, mi paz les doy; no se la
doy como la da el mundo” (Juan 14,27). Nosotros, en vez de decir, ‘te deseo
buenos días o buenas tardes’, deberíamos decir cristianamente: te deseo la paz
de Jesús resucitado. Y promoverla en todo nuestro mundo.
Nos dice el evangelio: "Les mostró las manos y el costado”.
Esto quiere decir que no podemos ser cristianos exaltados que se engolosinan
sólo con la resurrección de Jesús, sino aquellos que se ‘engolosinan’ con toda
su vida encarnada: su nacimiento, sus enseñanzas, sus encuentros con las
multitudes, sus milagros, sus conflictos, sus llamadas a la conversión, etc. El
que resucitó es el crucificado. Así es, nos llena de alegría toda la vida de
Jesús.
Nos dice Jesús: "Como el Padre me
ha enviado, así también los envío yo”. Ser enviado es la identidad de Jesús
acentuada infinidad de veces en el evangelio según san Juan. Y ahora Jesucristo
nos deja impresa en nuestro interior esa misma identidad: somos sus enviados.
No podemos ser católicos que se conforman con vivir su religiosidad de manera
intimista. Tenemos una misión muy grande, la misión de Jesús, de cara a este
mundo. ¿Cuál misión? La misión de fomentar la unidad entre todos los seres
humanos. "Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también
sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Juan 17,21). Qué hermosa
experiencia, pero qué difícil por las resistencias humanas, nos toca escuchar
en la primera lectura, en el libro de los Hechos: "Todos
los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común”.
Es el mundo o la humanidad que Dios quiere, es el reino que él nos encomienda
construir. No se puede hacer con gente egoísta, sino con personas movidas por
el Espíritu que nos da Jesús.