EL DIOS EN EL QUE NOSOTROS CREEMOS
Domingo de la Santísima Trinidad, 4 junio 2023
Éxodo 34,4-9; Juan 3,16-18.
Carlos Pérez B., Pbro.
Hoy celebramos (como todos
los días) al Dios en el que nosotros creemos, al que vivimos intensamente en
nuestras personas y comunidades, en la Iglesia: Dios es un Padre-Madre que nos
ama, Dios es el Hijo que se ha encarnado entre nosotros, Dios es el Dios que
siempre está a nuestro lado e impregna profundamente nuestro ser, si es que se
lo permitimos, el Espíritu Santo.
Todos los seres humanos
tenemos ese sentido natural de que hay un Ser Supremo que nos trasciende, que
nos supera, que ha creado todas las cosas. Hasta los que dicen no ser
creyentes, si son conscientes y aceptan su tremenda pequeñez ante este inmenso
universo, aceptan que hay un Dios detrás de todas las cosas. Así pensamos
algunos.
Las ciencias actuales y los
sofisticados instrumentos de investigación nos han abierto cada vez más a la
inmensidad y la maravilla de la creación. Sin embargo, debemos saber que el Dios
de la Biblia, el Dios que se nos ha revelado en los patriarcas y los profetas,
y de manera especial en Jesucristo, es un Dios que es radicalmente diferente de
los demás conocimientos que los pueblos, a lo largo de la historia y a lo ancho
de la geografía mundial, han tenido acerca de él, incluso, lo tenemos que decir
con claridad, del Dios que conoce el pueblo judío, sobre todo sus autoridades.
Es más, el conocimiento que los católicos, y la relación que vivimos con él, es
muy diverso entre nosotros.
Así es, para muchos
católicos Dios es en gran parte, ajeno a sus vidas, o es un Dios mudo, que no
les habla (porque no lo escuchan en la Biblia); es un Dios que no dirige sus
vidas y sus proyectos; es sólo un Dios que los está esperando al final de sus
vidas. Algunos pensadores católicos les llaman, "ateos en la práctica”.
Es
bella la revelación que Dios le hace a Moisés en la primera lectura: "Yo soy el Señor, el Señor Dios, compasivo y
clemente, paciente, misericordioso y fiel”. Jesucristo nuestro Señor es el que nos ha revelado, como una novedad,
que Dios es un Padre, un Padre que nos ama como sus hijos. Lo escuchamos hoy en
el evangelio: "Tanto amó Dios al mundo”. Esto se lo dijo Jesús a un maestro entre los judíos, Nicodemo, y lo
más seguro es que éste se haya escandalizado, en fidelidad a su mentalidad
judía: ‘Dios no ama a este mundo pecador’. Pero Jesús le dice, con mayor
convicción aún, que Dios ama a este mundo al grado de entregar a su propio
Hijo. ¿Hay algún amor más grande que ése? El amor se mide en el tamaño de lo
que uno entrega. Por amor Dios está empeñado en hacer entrar en un proceso de
salvación a esta humanidad. Dios no quiere que los seres humanos nos perdamos
víctimas de nosotros mismos.
Me
invito y me permito invitar a todos los católicos a que le demos un repaso a
los santos evangelios, o por lo menos a uno de los cuatro con esta clave en
especial: las veces y ocasiones en que Jesús se dirige a Dios como su Padre, y
que nos enseña a hacer lo mismo, no sólo con nuestras palabras, sino en una
relación de vida, de hijos con su Padre. Así vivió nuestro Maestro su vida,
sorprendentemente como el más obediente de sus hijos, hasta el grado de la
muerte. En este repaso nos encontramos con el abandono en la providencia del
Padre: "No anden
preocupados por su vida, qué comerán, ni por su cuerpo, con qué se vestirán.
¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren las
aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y su Padre
celestial las alimenta” (Mateo 6,25). / O con la entrañable parábola del Padre misericordioso
de Lucas 15, que espera con paciencia y con amor el retorno de su hijo que se
la ha perdido. / O cuando, no teniendo comida a la vista, y teniendo a miles de
personas frente a sí, Jesús se atreve a levantar los ojos al cielo para
agradecerle los cinco panes y los dos pescados con que contaban (ver Marcos
6,41).
Jesucristo, el que ha
vivido sorprendentemente como Hijo de Dios en la carne, se ha hecho un Dios
hermano nuestro, y así se dirigió a nosotros, y así vivió, como un humilde
hermano nuestro, como el modelo de todo ser humano, hombre o mujer. Por eso el
Hijo eterno de Dios tomó un cuerpo como el nuestro, para ser camino y ejemplo
de humanidad, el hombre nuevo: en su amor y misericordia hacia los más pequeños
y débiles, hacia los pobres, nos revela lo más humano que hay en nosotros; en su
apertura de corazón y de vida, en su libertad de toda atadura humana, nos dice
palpablemente lo que hemos de ser los humanos. / Ya resucitado, les dijo a las
mujeres que fueron al sepulcro: "No
teman. Vayan, avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”
(Mateo 28,10).
Por Jesucristo tenemos
conocimiento y acceso al Santo Espíritu de Dios. Así como Jesús se dejó llevar
por sus impulsos, así no lo enseña a nosotros. "Reciban el Espíritu Santo”, lo escuchábamos el domingo pasado.
Dios no es ni debe ser para los católicos un Dios lejano y ajeno a nuestras
vidas. El verdadero cristiano-a vive la intimidad con Dios gracias al Espíritu
Santo. Nos dice Jesús en la última cena: "Mucho
tengo todavía que decirles, pero ahora no pueden con ello. Cuando venga él, el
Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por
su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y les anunciará lo que ha de venir. Él
me dará gloria, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo
que tiene el Padre es mío” (Juan 16,12).