"CUANDO YO SEA LEVANTADO DE LA TIERRA,
ATRAERÉ A TODOS HACIA MÍ”
(Juan 12,32)
Domingo 10 marzo 2024, 4° cuaresma
Juan 3,14-21.
Carlos Pérez B., Pbro.
Este pasaje
evangélico que escuchamos en la Misa, es parte de una plática que sostuvo
nuestro señor Jesucristo con un maestro de los judíos llamado Nicodemo. Se
trataba de un hombre muy religioso, como lo eran todos los fariseos. Pues, de
todas maneras, a este hombre tan religioso, Jesucristo lo llama a nacer de
nuevo, porque el que no nace de nuevo, del Espíritu Santo, no puede ser parte
del reino de Dios. Este mismo llamado nos lo hace Jesús a nosotros. Todos los
seres humanos, este mundo de hoy, todos tenemos que volvernos profundamente
nuevos. ¿Apoco no es cierto?
Y nos dice más: "Así como levantó Moisés la
serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para
que todo el que crea en él tenga vida eterna”. Leemos
en el libro de los Números, capítulo 21, que el pueblo hebreo, peregrino por el
desierto, se topó con un campo plagado de serpientes venenosas. Dios le dijo a
Moisés que se hiciera una serpiente de bronce y la colgara de un palo alto,
para que el que volteara a verla se curara de la mordedura. Es una comparación
para hacernos ver la salvación para la humanidad que será y es el que cuelga de
una cruz, como lo contemplamos en nuestros crucifijos. Pero, en este caso, no
se trata sólo de mirarlo sino de creer en él.
En este breve pasaje evangélico, cuatro
veces se menciona el verbo ‘creer’. No vayamos a confundir, como acostumbramos,
la palabra creer con un mero acto mental. Así lo pensamos: ‘yo creo en
Jesucristo, pero ni él me pide nada ni yo me siento obligado a corresponderle’.
Nada de eso. Creer en Jesús en primer lugar consiste en escucharlo, en conocer
su santo Evangelio. Quienes no leen, quienes no escuchan a Jesús en los santos
evangelios, no se pueden considerar creyentes. Nicodemo por lo menos fue a
visitarlo para platicar con él, para escucharlo en calidad de Maestro. ¿No
tenemos nosotros que hacer lo mismo?
Segundo, creer en Jesús es acoger su Palabra
en el corazón, para vivir en sintonía con esa Palabra de vida eterna. Quien no
vive las enseñanzas de Jesús, es un creyente en el aire, una mera idea que se
le mete a uno a la cabeza. Así es que, pongamos nuestra vida de por medio,
frente a la palabra de Jesús. Más que rendirle culto a Jesús, hay que seguir
sus pasos, convencidos de que él es la salvación del mundo.
Jesucristo le comparte a Nicodemo algo
que un judío estaba muy lejos de aceptar y de vivir. Es una verdad inmensa: "Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a
su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna”. El pueblo judío no tenía ese conocimiento de Dios, y se lo podemos
preguntar a muchos en nuestros días, sobre todo los que viven en Tierra Santa:
¿Dios ama a los palestinos? ¿Dios ama a los árabes? ¿Dios ama a los musulmanes?
¿Dios ama a los cristianos?
Estas preguntas se las deben hacer
todas las religiones, culturas, razas e ideologías. Debemos ser honestos.
Muchos pensamos que Dios no ama a los diferentes. En nuestra Iglesia católica,
¿cuántas veces hemos hecho menos a los no bautizados, a los que siendo
cristianos son hermanos separados de nosotros.
Pues Jesucristo, lo podemos ver en los
cuatro evangelios, sí lo vivió profundamente: Dios ama al mundo, Dios ama a los
pobres, a los impuros, Dios ama a los pecadores, Dios ama a los
cananeos-siro-fenicios, a los paganos, a la gente de la Decápolis, al otro lado
del Jordán, a quienes los judíos (y también muchos de nosotros) consideraban
cerdos o perros. Amar a una persona o a todas, no quiere decir estar de acuerdo
con ellas. Dios ama al pecador, pero no su pecado. Por eso la salvación de Dios
pasa, y así lo vivimos más intensamente en cuaresma, por la conversión, por el
cambio de vida, por el cambio profundo de nuestro mundo, por vivir de acuerdo a
sus criterios, de acuerdo al Evangelio del Hijo, de acuerdo a su gratuidad.
Y el amor de Dios no es cualquier amor
humano, poquitero, raquítico. El amor de Dios es tan grande al grado de
entregar a su único Hijo para la salvación de todos. El domingo pasado
escuchamos el escalofriante relato, en Génesis 22, de que Dios le pidió a
Abraham que le ofreciera en sacrificio a su único hijo, al que tanto amaba. Y
Abraham, nuestro padre en la fe (de judíos, cristianos y musulmanes), no se lo
negó a Dios. Finalmente, Isaac no fue sacrificado porque el ángel de Dios
detuvo la mano de Abraham. Pues, en el Gólgota, no hubo ángel alguno que
detuviera la mano de los verdugos que estaban crucificando al Hijo de Dios
encarnado. Jesucristo llegó hasta el final, entregar la vida para ser
salvación, camino de salvación, fuerza de salvación para este pobre mundo.