2° domingo de pascua, 7 de abril
de 2024
Hechos 4,32-35; Juan 20,19-31
LA VIDA DE LOS CREYENTES EN
EL RESUCITADO
Carlos Pérez B., Pbro.
Cada año escuchamos, en el segundo domingo de pascua, este pasaje del
evangelio según san Juan. Este evangelista nos relata que solamente una mujer,
María Magdalena, lo vio resucitado a las puertas del sepulcro; un encuentro
escalofriante marcado por el amor entrañable hacia la persona de Jesús y
viceversa (Juan 20,1-18). Al resto de los discípulos en grupo, Jesús se les
presentó hasta en la tarde, de ese mismo día, el primero de la semana judía. El
leccionario romano traduce ‘al anochecer del día de la resurrección’. Es una
mala traducción porque la noche del día de la resurrección ya era parte del
segundo día, y no fue así. Es mejor traducir como lo hacen nuestras biblias: "Al atardecer de
aquel día, el primero de la semana”.
Lo digo porque precisamente, como cada año, quiero recalcar la
insistencia de este evangelio en ‘el domingo’ como día privilegiado del
encuentro de la comunidad con Jesucristo vivo y presente. Les recuerdo que la
semana judía sólo le tenía nombre al sábado (Shabbat). Los demás días se
conocían sólo por su número, del primero al sexto. Los cristianos le pusimos al
primero el nombre de ‘domingo’, porque ‘domínicus’ quiere decir ‘del Señor’. Y
la verdad es que quisiéramos convencer a la totalidad de los católicos, no una
minoría como lo vivimos ahora, de que nos reunamos este día tan especial, que
Jesús resucitó, para sentarnos como comunidades de discípulos, a su mesa a
partir el pan como su Cuerpo y el vino como su Sangre que se consagran así en
esta celebración. Pero no conseguimos convencerlos ni de esto ni de que lean
diariamente al menos una página de los santos evangelios como la parte
fundamental de su vida y su espiritualidad cristianas que es escuchar al Maestro.
Jesucristo nos muestra sus manos y su costado para que no vayamos a
desligar su vida anterior y su muerte, de su vida resucitada. Van
intrínsecamente unidas, y también a nuestras vidas. Creer es vivir. Lo que no
se vive es una fe en el aire. Vivimos la vida de Jesús entregada día a día en
Galilea y, finalmente, en la cruz a las afueras de Jerusalén (por cierto que no
en el templo). Por eso siempre repasamos algún pasaje de los santos evangelios
para escucharlo a él y vivir nuestra vida en sintonía con su Palabra y con toda
su Persona.
Y, a propósito de la reunión de la
comunidad creyente, qué hermoso y sacudidor pasaje del libro de los Hechos de
los apóstoles que nos ofrece hoy la Iglesia, en este ciclo dominical B, para
acompañar el texto evangélico que estamos comentando. Se trata del testimonio,
no verbal, sino con toda la vida, de la verdad del Resucitado, se lo repaso
completo, es breve: "La multitud de los
que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma; todo lo poseían en
común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía. Con grandes muestras de
poder, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor y todos
gozaban de gran estimación entre el pueblo. Ninguno pasaba necesidad, pues los
que poseían terrenos o casas, los vendían, llevaban el dinero y lo ponían a
disposición de los apóstoles, y luego se distribuía según lo que necesitaba
cada uno”.
La vida cristiana es una
vida completamente distinta a la economía de esta sociedad, sociedad de
consumo, sociedad que pone el dinero y las ganancias por encima de las personas,
entre muchas otras cosas, sociedad donde priva el egoísmo, el cada quien lo
suyo.
De seguro les parecerá muy
romántico que nos remitamos a la Palabra de Dios. Muchos dirán siempre:
‘nuestros tiempos son otros’, ‘ya no son las cosas como antes’, ‘ahora vivimos
en la modernidad’. Exactamente, ahora nuestros valores no son el amor, la
compasión, el compartir, la generosidad, la gratuidad, la justicia, cosas tan
propias de Dios nuestro Padre y vividas en su vida encarnada por el Hijo de
Dios. Si pensamos que nuestros valores, nuestros ideales, nuestras utopías ya
son otras, entonces ni el mismo Jesucristo cabe en nuestra sociedad. Basta ir a
sus milagros para darnos cuenta de la propuesta de Dios como salvación para
nuestra humanidad: el milagro de los panes, del capítulo 6 de Juan, que también
leemos en los otros evangelios. Es una experiencia de la gratuidad de Dios y
del modelo de sociedad que Jesucristo nos propone.
Algunos decimos que no se
trata meramente de una acción ingenua y aislada de algún creyente, sino de un
modelo de sociedad que toda la Iglesia hemos de promover, es el testimonio que
hemos de dar al mundo del Resucitado por la docilidad a los impulsos del
Espíritu Santo. En nuestros proyectos y actividades pastorales hemos de poner
el acento en la formación de pequeñas comunidades donde nos ayudemos a vivir el
Evangelio de nuestro Guía y Maestro Jesucristo.
En la pastoral rural yo
valoraba las cosas en común que tenían aquellas gentes: la capilla, la Misa, la escuela, las tierras de
pastoreo del ejido, el arroyo y la noria del agua entubada, algunos corrales,
los caminos, hasta los funerales involucraban a toda la comunidad. En la ciudad
se pierde la noción de todo eso.