Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     




IMPREGNAR AL MUNDO CON EL ESPÍRITU DE DIOS

Domingo de Pentecostés, 19 de mayo de 2024

Hechos 2,1-11; Juan 20,19-23

Carlos Pérez B., Pbro.

 

Hoy celebramos un acontecimiento y un misterio fundamental para nuestra Iglesia y para nuestro mundo: la infusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles y los demás discípulos. ¿Cuándo sucedió esto? La liturgia sigue la cronología de san Lucas en el libro de los Hechos: transcurridas las siete semanas de la resurrección de Cristo, el 50° día (pentecoste hemera), se derramó el Espíritu Santo sobre ellos. Pero hemos escuchado en el evangelio según san Juan que el mismo día que Jesucristo resucitó, sopló sobre sus discípulos al Espíritu Santo. La cronología, expresada en símbolos, no es lo importante sino sólo para acentuar el hecho del misterio acontecido. La venida del Espíritu Santo es la plenitud de la pascua de Cristo. ¿Algo le faltaba a la resurrección de Cristo? Claro que sí, y es lo que le falta a nuestra Iglesia para ser la Iglesia de Cristo, y algo le falta a nuestro mundo y su humanidad para ser un mundo de Dios: la infusión de su Santo Espíritu.

¿Qué somos sin el Espíritu de Dios? Meros animalitos, dispersos o congregados por nuestros instintos. Pero Dios nos da el toque final, no sólo a nosotros sino, a partir de nosotros, a toda la creación, a todas las criaturas.

Hay momentos en que en la Iglesia se ha pensado que el Espíritu inauguró su actuar hasta que Jesús resucitó, como si hubiera estado pasivo toda la eternidad. Quizá se llegó a pensar eso a partir de un comentario que hace el evangelista san Juan sobre unas palabras de nuestro Señor Jesucristo que había dicho: "De su seno correrán ríos de agua viva” (Juan 7,39), y añade el evangelista: "Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado”. Pero la verdad es que nosotros entendemos que Jesucristo estaba hablando de una acción precisa y completa del Espíritu que viene a darle el toque definitivo al Plan de Dios cumplido con la resurrección del Hijo en el ser y actuar de los que crean en él.

En realidad el Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad, siempre ha estado actuando. Lo que Jesús decía en una ocasión, también se aplica al Espíritu: "mi Padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo” (Juan 5,17).

Ya en el antiguo testamento se nos habla de la acción del Espíritu en los planes de salvación. Dios le dijo a Moisés: "Reúneme setenta ancianos de Israel… tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo” (Números 11,16). El profeta Joel, que menciona Pedro versículos más delante de lo que escuchamos en la primera lectura: "Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños” (Hechos 2,17). El Espíritu ya actuaba en los profetas.

El mismo Hijo de Dios tomó carne en el vientre de María por obra del Espíritu Santo. En el río Jordán se manifestó que Jesús tenía en plenitud al Espíritu Santo, de manera que a lo largo de los cuatro evangelios los hemos de ver siempre a los dos juntos: un hombre frágil y débil, un pobre y humilde galileo movido por el Espíritu: "A continuación, el Espíritu le empuja al desierto” (Marcos 1,12). En Jesucristo contemplamos el trabajo excelente del Espíritu, al ser humano nuevo en el que hemos de plasmarnos cada uno de nosotros. Qué maravilloso Hombre encontramos en los santos evangelios.

La obra de Jesús de impregnar a este mundo con el Espíritu de Dios, nos ha sido encomendada y otorgada por el Resucitado, tal como lo escuchamos en el evangelio de hoy. Efectivamente, la tarea de la evangelización de toda creatura a partir de los pobres, ha de contener, como parte intrínseca, conceder el Espíritu a toda persona y a toda la humanidad en su conjunto.

¿Cómo puede esta humanidad llegar a ser la creación que Dios ha querido desde el principio? ¿Lo seremos movidos solamente por nuestros instintos? ¿Cómo podremos realizar el proyecto del reino de Dios que Jesucristo siempre nos anunció e hizo realidad por medio de sus milagros? Necesitamos el Santo Espíritu de Dios, su fuerza, su luz, no nuestras fuerzas sino las de Dios. ¿Cómo podremos nosotros llegar a ser los cristianos y cristianas cabales viviendo el Evangelio que Jesucristo mismo vivió? Sólo con su Santo Espíritu. ¿Cómo podemos los hombres y mujeres que nos destruimos unos a otros llegar a ser ‘el hombre nuevo’ calcado en el Hijo?

Recibir y tener el Espíritu de Dios no es cosa de salir a la tienda de la esquina y comprarlo en promoción. No busquemos al Espíritu de Dios sino en la persona de Jesucristo. El padre Chevrier nos enseña que hay que renunciar al propio espíritu, y al espíritu del mundo para tener el Espíritu de Dios. Hay que estudiar mucho el Santo Evangelio y orar mucho, pedirlo por largo tiempo, y estar dispuestos a afrontar las consecuencias de tener el Espíritu, de lo contrario, no podremos tenerlo (ver El Verdadero Discípulo p. 227).


 

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