TOMÓ LA CONDICIÓN DE SIERVO PASANDO POR UNO
DE TANTOS
Domingo 19 de enero de 2025,
2° ordinario
Juan 2,1-11.
Carlos Pérez B., Pbro.
Pasado el tiempo
de navidad, ahora estamos en el tiempo litúrgico ordinario. El segundo domingo
ordinario, cada año, proclamamos un pasaje del evangelio según san Juan para
luego quedarnos con la lectura continuada del evangelio sinóptico correspondiente.
En el ciclo dominical A escuchamos el testimonio del Bautista; en el ciclo
dominical B, el llamado de los primeros discípulos; en el ciclo C, las bodas de
Caná, que es el de hoy.
Antes de centrar
nuestra mirada en el milagro, contemplemos primero a Jesús en toda su persona.
Jesucristo no era el sacerdote que iba a casar a los novios, era un laico, un
invitado y ni siquiera el principal de los invitados. Ahí estaba, pues, Jesús
presente, realmente presente, como uno más. Bien dice san Pablo que "se despojó de sí mismo tomando la condición
de siervo pasando por uno de tantos… actuando como un hombre cualquiera”
(Filipenses 2,7).
Fijémonos en esto
que al parecer es algo trivial, sin importancia, pero tiene mucha. En nuestras
liturgias y devociones hemos convertido a Jesucristo en un ídolo distante,
inaccesible. Por ejemplo, cuántas veces hemos pensado que en el templo no se
debe platicar, ni convivir, ni reírse siquiera, porque es falta de respeto a
Jesús sacramentado que está en el sagrario. Y, sin embargo, aquí en Caná de
Galilea se celebraba una fiesta en presencia de Jesús. ¿Se han imaginado alguna
vez ustedes a toda la gente de Caná arrodillada porque en medio de ellos estaba
el Hijo de Dios encarnado, como cuando estamos en una Hora Santa? No hay fiesta
del pueblo en la que podamos tener a la gente arrodillada y rezando, con música
y conversaciones acalladas.
En algunas
ocasiones le he preguntado a la gente en la misa si estarían de acuerdo en que
el convivio de la boda se celebrara en el templo, con todo y música, con todo y
baile, con todo y comidas y bebidas. Desde luego que la gente no ha estado de
acuerdo, ni nuestra jerarquía eclesiástica. Nuestra costumbre es celebrar el
matrimonio en el templo y trasladarnos al salón de eventos para la fiesta, como
si la celebración sacramental no lo fuera.
En varias
ocasiones nuestro Señor Jesucristo comparó el reino de Dios con una fiesta de
bodas. Aquí, en el evangelio de hoy, precisamente lo vemos así; como también el
banquete de bodas al que los invitados se negaron a asistir, o aquella fiesta
en que un invitado no iba vestido adecuadamente (ambas parábolas en Mateo 22).
También la parábola de las diez muchachas, cinco descuidadas y cinco
previsoras, de Mateo 25. Jesús mismo se comparó con el novio de una boda: "¿Pueden ustedes
acaso hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el novio está con ellos?” (Lucas 5,34).
El Papa Francisco, en su primera encíclica (Evangelii Gaudium) nos dice:
un "evangelizador
no debería tener permanentemente cara de funeral”. Y lo mismo deberíamos de
decir de todo cristiano, de toda nuestra vida cristiana, de toda la Iglesia. La
vida cristiana es como una fiesta de bodas, el reino de Dios es como una fiesta
de bodas. En una fiesta lo que priva es la alegría, el amor, la fraternidad.
Otros ingredientes que acompañan a nuestra alegría desde luego que son la
música, la comida, la bebida, el baile.
Así
es que, volvamos a Jesús. No sólo estuvo presente en esa fiesta de bodas sin
aparecer como el ídolo a ser adorado, sino que, además, él fue el que sirvió el
vino mejor. Debemos decir que san Juan está hablando de signos que nos revelan
una realidad más grande, pero también hemos de reconocer que no le produce
escándalo el que Jesús les haya proporcionado a los novios, para sacarlos del
apuro y mantener a flote la fiesta, ¡600 litros de vino!, cantidad exagerada
para hacernos ver la abundancia de la gracia, de la alegría, de la salvación
que nos vienen de Dios a través de su Hijo. Así hemos de vivir nuestra vida
cristiana, para convocar a todas las gentes a unirse a este proyecto de Dios
llamado reino.
OCTAVARIO. – Del 18 al 25 de enero
estamos en el octavario por la unidad de los cristianos. Los que decimos creer
en Cristo estamos divididos en infinidad de congregaciones, sectas, agrupaciones.
Desde los primeros tiempos, recién fundada la Iglesia empezó a darse la
división (¿será algo propio del corazón de los hombres?). Se vivió un peligro
grande de dividirse en dos Iglesias cuando Jerusalén y Antioquía entraron en
conflicto por la cuestión de la circuncisión y el guardar las demás leyes de
Moisés. Pero gracias a su docilidad al Espíritu lograron resolver ese
conflicto, que podemos leer en Hechos 15.
En las comunidades fundadas por san
Pablo, se vivió la división, y por eso, con su autoridad de apóstol, los llama
a la unidad: "Cada uno de ustedes dice: Yo soy de Pablo, Yo de Apolo, Yo de Cefas, Yo de
Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por ustedes? ¿O han
sido bautizados en el nombre de Pablo?” (1 Corintios 1,12s). La unidad, lo decimos con
convicción, es cosa de Dios. Lo propio de los seres humanos es la división. Por
eso humildemente le pedimos a Dios el don de la unidad. (Vean otros pasajes:
Juan 17,20-23; Efesios 4,3-6). El ministerio de N. Sr. Jesucristo consistió en
ir creando la unidad con todos: abrió las puertas a los excluidos, a los
enfermos, a los pobres. No promovió la unidad ficticia, sino la unidad
profunda, la de los corazones.