¿CÓMO NOS AMA JESÚS?
Domingo 5° de PASCUA –
ciclo C, 18 de Mayo de 2025
Apocalipsis 21,1-5; Juan 13,31-33a-34-35.
Carlos Pérez B., Pbro.
En la última cena, momentos de intimidad de Jesús con sus discípulos (y
con nosotros, también discípulos suyos), en el evangelio según san Juan, el
Maestro nos dejó anuncios y enseñanzas que ameritan estarse volviendo a
gustarse y regustarse, a discernirse profundamente en ambiente de comunión, de
oración y de celebración. Por eso la Iglesia nos hace, ahora con una óptica de
resurrección, volvernos de nuevo a esa cena una y otra vez. La muerte del
Maestro fue un acto de odio por parte de nuestro mundo, pero ahora entendemos y
vivimos que en realidad fue un acto de amor extremo de parte de nuestro Dios.
Por eso recordamos que en esa cena nos dejó el mandamiento nuevo del amor. En
cada Misa volvemos a vivir ese mandamiento de amarnos los unos a los otros y
ése es el mandamiento que le hemos de llevar a todo nuestro mundo.
El mandamiento de Jesús no es solamente que nos amemos unos a otros,
porque lo podríamos vivir según nuestras medidas, según nuestros criterios,
según nuestras costumbres. No. Él nos manda amarnos unos a otros como él mismo
nos ha amado. Qué medida tan extrema y radical nos deja. Todos los cristianos
hemos de cuestionarnos constantemente: ¿cómo nos ha amado Jesús? Y esta
pregunta se responde yendo a los santos evangelios. No la contestemos desde
nuestra imaginación, por bonitas ideas que surjan de nuestra mente.
El Hijo de Dios se encarnó tomando un cuerpo como el nuestro. Se hizo
un Dios cercano por amor a nosotros: "tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3,16). Jesucristo,
con su muerte y resurrección, nos revela el amor radical de Dios por los
pecadores. ¿Valemos mucho los pecadores para tan grande acto de amor? Pues
pensamos que valemos muy poco, por eso apreciamos su amor tan gratuito: "la prueba de que Dios nos ama es que
Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Romanos
5,8).
Jesucristo, por amor, nació
como un pobre, vivió como un pobre, murió como un rechazado: "si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la
pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna”
(Juan 12,24).
Su amor es un amor gratuito, y su gratuidad se manifiesta más
nítidamente en el amor a los pobres, a los enfermos, los marginados, los
impuros, pecadores, etc. Son los que no pueden dar nada a cambio: "Cuando des una
comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y
tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los
lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder” (Lucas 14,12).
Su amor no te pide que le rindas culto, sino que entres en el camino
del amor de Dios. Es un amor que salva, que busca la conversión, que no deja
igual a las personas porque las saca del pecado; no es un amor dulzón de esos
que le siguen la corriente a otros por conveniencia, ni siquiera a las gentes
del poder; es un amor que libera de todas las esclavitudes, internas y
externas; es un amor que hace crecer y hace persona al amado o amada: podemos
ver la transformación radical del ciego de nacimiento, Juan 9.
Jesús
nos ama y nosotros nos sentimos impulsados no sólo a amarlo a él sino también
entre nosotros como hermanos. Qué bella señal nos ha dejado como muestra de que
somos discípulos suyos. La señal no es una medallita, una crucecita, unos
ornamentos litúrgicos, una cara de persignados. No. La señal de que somos
discípulos suyos es que nos amamos unos a otros como él nos ama. San Lucas, en
el libro de los Hechos, lo constató como una señal profunda: "Todos los
creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus
bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hechos 2,44).
Permítanme repetirlo: esto
no es algo secundario. Además de la escucha de la Palabra de Jesús, todas las
diócesis y parroquias deberíamos tener, en nuestros proyectos pastorales, la
convocación y formación de pequeñas comunidades en las que sea posible el amarse
con sencillez, no con apariencias, no con ideas, sino hacerlo con acciones
concretas, con pedagogía evangélica.