Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     



 
San Pablo y el Areópago
Roberto O’Farrill Corona

En Atenas, así como en Roma el Pantheon, se había destinado hace más de dos mil años un lugar para adorar a todos los dioses, donde los griegos erigieron una estatua y un altar a cada uno de ellos. Allí se instalaron las imágenes en mármol de los doce principales dioses del Olimpo: Zeus, Hera, Hefesto, Artemisa, Apolo, Atenea, Afrodita, Hades, Poseidón, Ares, Hermes, Dionisio; y las de todos los otros. Pero los griegos, escrupulosos de que algún dios pudiese haber quedado ignorado, le levantaron estatua y altar a quien llamaron "El Dios desconocido” colocando ese nombre en su pedestal.

San Pablo había llegado él solo a Grecia, procedente de las ciudades de Filipos, Tesalónica y Berea, donde habían tenido que quedarse Silas y Timoteo, sus acompañantes. Mientras Pablo les esperaba en Atenas recorrió la ciudad y pudo ver la cantidad dioses que allí recibían culto. Entró a la sinagoga de los helenitas, los judíos que residían en Grecia, y les habló de Jesús el Cristo.

También les habló de él, diariamente en el ágora, a los filósofos griegos de las dos escuelas de su tiempo, los estoicos y los epicúreos, pero ellos le acusaron, utilizando los mismos términos de la acusación que habían lanzado contra Sócrates, de ser un predicador de divinidades extranjeras, porque les anunciaba la resurrección del Señor, que ellos confundieron con la diosa "Anástasis” cuyo nombre tiene un significado similar a "resucitar”. Entonces tomaron a Pablo y lo llevaron al Areópago.

En Grecia el nombre de Areópago se refería a una colina situada al sur del ágora, pero también designaba al Consejo Supremo de Atenas que en esa colina solía reunirse siglos atrás. Puede entenderse, o que Pablo fue llevado a la colina como un lugar aparte para escucharle con detenimiento, o que fue presentado ante el Consejo del Areópago para que allí declarara sobre lo que predicaba. "¿Podemos saber cuál es esa nueva doctrina que tú expones? pues te oímos decir cosas extrañas y queremos saber qué es lo que significan” le cuestionaron.

Pablo, de pie en medio del Areópago, con inspirada elocuencia les dijo: "Atenienses, veo que ustedes son, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar sus monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: . Pues bien, lo que adoran sin conocer, eso les vengo yo a anunciar. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por mano de hombres; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado, el que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas.”
Hacia la parte final de su predicación les habló de cómo ese Dios, al que ellos tenían por desconocido, había dado a todos los hombres una garantía de su justicia al resucitar a Cristo. Todo había ido bien para Pablo hasta que habló de la resurrección, pues debido a la confusión con la diosa Anástasis, se burlaron de él, aunque algunos se le adhirieron y le creyeron.

A dos mil años del nacimiento del "Apóstol de los gentiles” o "Apóstol de los que no creen”, los modernos areópagos siguen siendo lugares donde se proclama a Cristo, "el Dios desconocido” todavía por muchos. Los medios masivos de comunicación electrónica y escrita han venido a ser esos areópagos que logran hacer que algunos crean pero que provoca en otros manifestaciones de burlas hacia Jesucristo, pues todavía se confunde su triunfo sobre la muerte, ya no con la diosa Anástasis, pero sí con otras realidades de poder y de riqueza. A dos mil años, como Pablo, los modernos propagadores de la Buena Noticia también son perseguidos porque dan a conocer al Dios que no se quiere que se conozca, al Dios desconocido, al Dios de San Pablo.
Pero años después de su encuentro con los griegos, a la tarde de su vida, encontrándose preso y poco antes de que concretarse su martirio en el año 67, San Pablo escribía a Timoteo, en lo que bien puede tenerse como su testamento, lo siguiente: "Ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Ahora sólo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento”.

 

 

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