NUESTRO
CAMINO, VERDAD Y VIDA
5º domingo
de pascua. 14 mayo 2017
Carlos
Pérez B., pbro.
Estas palabras que acabamos de escuchar las
pronunció Jesús en la última cena, unas horas antes de morir en la cruz. Acojamos
nosotros esta escena con mirada pascual, no sólo porque litúrgicamente estamos
en el tiempo de pascua, sino porque toda nuestra vida cristiana consiste en
vivir la vida nueva de Cristo, es decir, estamos en la pascua definitiva.
Aquella víspera de viernes de la muerte de
Jesús nos habíamos sentado a su mesa para la última cena. Nos lavó los pies,
nos dio el mandamiento nuevo del amor, nos anunció la traición y las negaciones
de los suyos. En esa ocasión no entendimos gran cosa de lo que nos decía, no
sabíamos lo que le espera a Jesús y a nosotros. Luego vivimos su crucifixión.
Nos confundimos sobremanera, esperábamos otra cosa de él.
Ahora que él ha resucitado estamos entrando
en una mayor comprensión de las cosas. Su resurrección, su santo Espíritu nos
iluminan grandemente. Con este nuevo entendimiento, volvemos a escuchar sus
palabras de aquella última cena. Nos llama a la fe y a la confianza: "no se turbe su corazón, no pierdan la paz. Crean
en Dios, crean también en mí”. En aquel momento no sabíamos a qué se
refería, hasta que fuimos testigos de su muerte y de su resurreción. Ahora nos
siguen haciendo falta esas palabras de aliento divino porque los sobresaltos
son el pan de cada día en nuestra vida. Cuando un cristiano atraviesa por
momentos de crisis, tiene que hacer resonar estas palabras de Jesús: ‘no se
turbe tu corazón, que no flaquee tu fe, mantente firme’. Ah, si los católicos frecuentáramos
los santos evangelios, si nos alimentáramos cotidianamente de las palabras de
Jesús, otra sería nuestra vida y nuestro caminar. Pero con frecuencia, cuando
nos llega la tribulación, no sabemos sino encerrarnos en algunos rezos y pobres
invocaciones. Repítanse ustedes a sí mismos las palabras de Jesús para que
hagan efecto en su corazón: "no se turbe
su corazón, no pierdan la paz. Crean en Dios, crean también en mí”.
Para aumentar nuestra fe y nuestra confianza,
Jesús nos habla de la casa del Padre. La palabra ‘casa’, en la mentalidad
judía, es sinónimo de familia. En la casa paterna es donde uno se siente más
confortado ¿no es cierto?, más relajado, donde afloja uno todas sus tensiones.
Hace unos días un compañero, antes de leer este evangelio, nos compartía que en
su casa paterna es donde mejor dormía; porque no era su lugar de trabajo sino
de descanso. Creo que todos podemos decir lo mismo.
Más que una construcción, la casa es el
lugar donde se reúne y vive la familia, es el hogar. Entrar en esta mentalidad
de Jesús es lo que hace falta cultivar en todos nuestros católicos, porque la
mayoría piensa y vive como si la religión y la Iglesia fuera algo externo y
hasta cierto punto algo ajeno a ellos, a su vida. Lo de Jesús no es cosa de
religión, o de devoción, sino de vida en familia. Ahora que estamos sentados
nuevamente a su mesa, repasando y reviviendo aquellos momentos previos a su
pasión, queremos entender que nuestra fe cristiana consiste precisamente en
eso, en vivir como en familia, como familia de Dios. Por eso no le llama
simplemente Dios, sino Padre. Diez veces se menciona en este pasaje, la palabra
‘Padre’. La Iglesia no es un edificio material, no nos cansamos de insistir. La
Iglesia es una familia, una familia que se reúne en torno a Jesús, una familia
que vive la fraternidad, una familia que trabaja en la obra de Jesús que es el
reino del Padre, una familia que construye la gran familia de los hijos de Dios
con toda la humanidad. En la casa o familia de los hijos de Dios hay un lugar
para cada quien. Aquí no hay excluidos, a no ser que haya quien se excluya a sí
mismo.
Jesucristo, en toda su persona, nos revela,
nos descubre al Padre, su amor, su misericordia. En los santos evangelios
encontramos pasajes sorprendentes en los que Jesús nos habla del Padre con
tanta ternura. Por ejemplo el pasaje del Padre misericordioso y su hijo
pródigo, en Lucas 15. Viendo a Jesús, vemos a todo un Dios. Conocer al Padre,
lo mismo que al Hijo, no es un mérito nuestro, es un don, una gracia que
debemos agradecer permanentemente con todo nuestro corazón. Nunca debemos
creernos más que los demás por el hecho de conocer al Padre. Es un don que se
nos da gratuitamente.
Se antoja
detenerse en cada una de esas tres palabras con las que se define Jesús a sí
mismo: Camino, Verdad y Vida. Jesucristo no es una persona estática, una
persona que quedó en el pasado. Él sigue caminando, conduciéndonos, a toda la
humanidad, al reino del Padre. Él nos conduce a la vida plena, a la verdad. A
partir de Jesús es como nosotros comprendemos a profundidad todo nuestro mundo,
toda nuestra historia, toda nuestra existencia.