EL DIOS
EN EL QUE NOSOTROS CREEMOS
Domingo
de la Santísima Trinidad. 11 junio 2017
Juan 3,16-18.
Carlos
Pérez B., pbro.
"Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo
único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Estas palabras las pronunció Jesús estando platicando
con Nicodemo, un fariseo importante entre los judíos. En un principio este
personaje no estaba bien capacitado para comprender todo lo que Jesús le decía.
Nicodemo era un hombre de las tinieblas, nos lo dice el evangelista al
presentarlo visitando a Jesús de noche. Nicodemo, a pesar de ser una persona
tan religiosa en el mundo judío, era en realidad un hombre de la carne, como
toda su religiosidad, tan enraizada en las cosas de la carne. Y más contrastaba
en ese momento al platicar con un hombre tremendamente del Espíritu,
Jesucristo. Para Nicodemo era muy difícil, pero no imposible, y para toda su
gente, aceptar que Dios amaba al mundo tal como se lo dice Jesús: "Tanto amó Dios al mundo”. Porque Dios
no amaba al mundo, según ellos, Dios sólo amaba a su pueblo elegido, a los
judíos más puros. Pero Jesús no sólo le dice que Dios ama al mundo, sino que la
medida del amor de Dios por el mundo es mucho muy grande: al grado de entregar,
de donar a su propio Hijo. ¿Lo entiende Nicodemo? ¿Lo aprecia nuestro mundo?
Para apreciar, aunque sea dentro de
nuestras pobres posibilidades, que Jesucristo es un don inmenso del Padre,
habría, en primer lugar, que estudiar cuidadosamente los cuatro evangelios.
Jesucristo no es una idea, un eslogan, una fantasía. No. Jesucristo es una
persona extraordinaria que ha salido a nuestro encuentro. Y sin ser nada cada
uno de los seres humanos, nos llama en su seguimiento, nos muestra su amor, su
compasión, nos ofrece su salvación, su gracia, su gratuidad. Es preciso que nos
coloquemos en las sandalias de aquellos primeros discípulos suyos. ¿Por qué
dejaron todo, las redes, su parentela, su patria, su oficio, su trabajo? ¿Por
qué siguieron a un pobre galileo que no les ofrecía un puesto relevante como podría
hacer un político o un hombre de dinero? ¿Por qué volvieron a levantar su
ánimo, su entusiasmo, su entrega aún después de que lo vieron morir en una cruz
como un delincuente?
Verdaderamente
que vieron ellos, y nosotros también lo hemos visto, que este hombre es algo
mucho muy especial, extraordinario, fantástico, divino. Seguimos sus pasos una
vez que nos ha llamado y constatamos su extraordinaria grandeza de Hijo de Dios
hecho hombre como nosotros. Nadie vive su humanidad como él, tan
misericordioso, tan libre, tan abierto, tan incluyente, tan transparente, tan
desprendido, tan pobre materialmente como rico espiritualmente, tan gratuito,
tan lleno de energía, tan claro e intransigente con las gentes del poder
humano; tan parcial para el lado de los pobres, los olvidados, los descartados,
los últimos de este mundo. ¡Sólo Jesucristo!
En esa
grandeza, que no podemos apreciar a cabalidad, nos damos cuenta del grande
regalo o don que Dios ha entregado a este mundo, como le decía Jesús a
Nicodemo. Un regalo tan grande sólo puede venir de alguien que ama, y que ama
entrañablemente, gratuitamente, como un Padre, como sólo el Padre del cielo
puede hacerlo. ¿Cómo podemos pagar o corresponder a tan grande regalo? De
ninguna manera. Mirando a Jesucristo, confesamos categóricamente qué grande es
el amor de Dios.
Gran parte de la
humanidad no conoce a Dios, o lo conocen muy parcialmente. Muchos no se dan
cuenta ni se abren a esa fuerza de vida que él derrocha sobre cada ser humano.
Otros muchos tienen una idea y un conocimiento no adecuado de Dios. Esto es
porque nosotros los cristianos nos hemos encerrado en nuestra fe, en una fe
reducida a devociones.
Contemplemos a
Jesucristo: ¿cómo hacía él para hablar de Dios a las gentes, para manifestarlo
en toda su persona y hacerlo presente en sus vidas? Les hablaba de un Dios
distinto al Dios de los judíos, y desde luego que su Dios era tan distinto de
todos los dioses que se tienen en el mundo. Jesucristo no tenía un templo para
reunir a la gente. Él caminaba por Galilea, pero también por tierra de
gentiles. Despertó la fe en un Dios salvación, un Dios gracia, un Dios que ama,
a todas las gentes a partir de los pobres. ¿Cómo? Viviendo como uno más de
ellos, caminando como un pobre, hablando como un pobre, no como uno investido
de poder humano. Pero este pobre derrochaba alegría, salud, amor, perdón,
consuelo. Por eso la gente se animaba a creer en Dios.
Es lo que nos
falta a nosotros para que este mundo se convierta, que les presentemos a un
Dios que ama, no sólo con nuestras palabras, sino con nuestra misma vida. Este
mundo necesita salir de su mera carnalidad y volverse a una auténtica
espiritualidad, comentábamos el domingo pasado, fiesta de la venida del
Espíritu Santo.
Éste es el
Dios en el que nosotros creemos del que recibimos vida en plenitud: Dios Padre,
Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
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