En nuestra
lectura continuada de los domingos de este tiempo ordinario, nos hemos saltado
el pasaje sobre el testimonio que da Jesús sobre Juan el Bautista. Léanlo
ustedes en su lectura personal. Enseguida está esta maravillosa oración al
Padre que, al igual que el ‘Padre Nuestro’, deberíamos de sabernos de memoria,
e igualmente recitarla tan frecuentemente como la otra. La repito: "¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las
has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido
bien”. O bien como la leemos en nuestra Biblia: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños.
Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito”.
¿Por qué le sale a Jesús exclamar estas
cosas ante su Padre en este momento? Porque seguramente tenía frente a sí a esa
multitud que lo seguía, como lo leímos en 9,36, a la cual él veía con mirada y
corazón de buen pastor. ¿Recuerdan ese pasaje? "Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban
vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor”. Al mirar a esta gente
sencilla, ignorante, tan cargada de enfermos y necesidades, tan desorientada
como precisada de salvación, es por lo que primeramente le da gracias y bendice
al Padre de los cielos. Preguntémonos si también a nosotros nos brotan estas
palabras en nuestra oración cuando vemos que el evangelio se les enseña a los
niños, a los pobres, a los más desamparados y sufrientes de este mundo.
Para desarrollar nuestra mirada crítica ante
este mundo, como es propio de un discípulo formado en la mirada de Cristo, fijemos nuestra atención en que Jesús no
solamente bendice al Padre porque son los pobres los que han salido a su
encuentro, sino también porque el evangelio está quedando vedado para los
orgullosos, para los poderosos de este mundo. Quizá a nosotros nos parezca
mejor pensar en la neutralidad o la imparcialidad de la buena noticia de Jesús,
y decir que el evangelio es para todos, sin distinciones. Pero la verdad la
dice Jesucristo con su autoridad y conocimiento de las cosas: si quieres tener
acceso a las cosas de Dios, al evangelio, al conocimiento de Jesucristo, al
conocimiento del Padre, tienes que hacerte pequeño, sencillo, humilde, pobre. A
los soberbios se les nubla la mirada, el corazón y el espíritu; no tienen ojos
para Dios, para su Hijo, sólo para sí mismos. No necesitan la salvación de Dios
porque se bastan a sí mismos. Pero tienen remedio, todos podemos convertirnos
de nuestra soberbia, de nuestro egoísmo.
Alegrémonos con Jesús, atrevámonos a
bendecir al Padre porque ha sido su beneplácito revelar estas cosas tan
maravillosas, como es el conocimiento del Evangelio de Jesucristo, a los
pequeños.
Con harta
frecuencia yo los invito a leer los santos evangelios. ¿Nuestros católicos leen
cada día pasajes de los evangelios? La inmensa mayoría no lo hace. Repasar esas
páginas sagradas para un verdadero cristiano es un gusto enorme. ¿Por qué?
Porque en esas páginas nos encontramos con una persona, con un ser muy querido
por nosotros, el que nos ha llamado a una vida nueva, el que nos sigue llamando
por medio de su Palabra a una vida distinta, cada día distinta, por medio de su
Palabra y de toda su Persona.
Después de dar gracias y alabar al Padre, Jesús se dirige a nosotros para invitarnos a aligerar nuestras cargas apoyándonos en él. ¿Acaso encontramos en Jesús una carga religiosa o moral? Si es así es que no lo conocemos a través de los santos evangelios. Leer los evangelios no es una carga que tengamos que realizar, todo lo contrario,
en Jesús encontramos nuestro verdadero descanso. ¿Acaso no se sienten
transportados a otro mundo cuando se topan con Jesús en el evangelio? No es
otro mundo, es este mundo nuestro pero visto con la mirada salvadora de Dios.