SI
SUPIÉRAMOS ORAR
Domingo
13 agosto 2017
Mateo 14,22-33.
Carlos
Pérez B., pbro.
El domingo
pasado no proclamamos el milagro de los panes en esta lectura continuada del
evangelio según san Mateo, porque celebramos la fiesta de la transfiguración
del Señor, que cayó en domingo, y esta fiesta
trae sus propias lecturas. Es necesario recordar este milagro y su
contexto para entender mejor la imagen de Jesús caminando sobre las aguas
agitadas por el viento. Todo esto está en el capítulo 14.
Cuando Jesús recibió la noticia de la muerte
de Juan bautista, tuvo intención de retirarse a un lugar solitario a orar. El
acontecimiento lo ameritaba, no sólo por la manera de vivir y de morir de
tamaño profeta, sino porque era el preludio de su misma entrega de la vida. Así
se iban cumpliendo los planes de Dios Padre poco a poco.
Tuvo la intención, decimos, porque la gente
no les permitió a él y a los discípulos vivir ese retiro de oración. Mientras
que Jesús y sus discípulos llegaron en la barca, la gente se les adelantó por
tierra, a pie, de manera que cuando Jesús y los discípulos desembarcaron, se
encontraron con la multitud. Jesús se dejó mover por su compasión y curó a sus
enfermos y realizó el milagro de partir cinco panes y dos peces para miles de
personas: el milagro que el mundo de hoy necesita.
Para
no quedarse con las ganas de estar en oración a solas, hizo subir a sus
discípulos a la barca para que se fueran por delante de él. Al parecer los
discípulos no opusieron resistencia a ver que el Maestro se quedaba sin
vehículo para atravesar el mar, ya que no había más barca que la de ellos. Se
fueron ellos y él subió al monte para orar, casi toda la noche. No se imagina
uno a Jesús rezando y repitiendo palabras y palabras, porque ya desde el sermón
de la montaña nos había advertido que no lo hiciéramos nosotros: "Al orar, no charlen mucho, como
los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados”
(Mateo 6,7). Yo por eso me lo imagino en oración contemplativa, en
silencio, en oración de escucha, de profunda reflexión. Tanto la muerte de Juan
como el milagro de los panes, como todo su recorrido por Galilea hasta este
momento, todo eso ameritaba ser recogido y asimilado en la oración. ¿Lo hacemos
nosotros de vez en cuando? La mayoría de los católicos sólo saben rezar un
‘Padrenuestro’ y un ‘Avemaría’ por las mañanas o por las noches, pero es toda
la oración que hacen. La oración era compañera del ministerio de Jesús. Él no
podía vivir desconectado del Padre de los cielos.
Precisamente porque era un hombre de
oración, por eso contemplamos esta imagen suya caminando sobre las aguas. Qué
contraste vemos entre Jesús y los discípulos. Ellos navegan dejando al Maestro
en la playa (así navega la Iglesia aparentemente en ausencia de Jesús), desamparados,
espantados, creyendo ver un fantasma. Se parecen a muchos de nosotros que le
tenemos tanto miedo a los fantasmas. Hasta daban gritos de terror. Es de
madrugada, entre las 3 y las 6 de la mañana, los envuelve la oscuridad; se oye
el ruido del viento, están solos, y para colmo, se ve una figura en la
penumbra, como un fantasma que flota sobre las aguas. No puede ser un ser
humano, porque los humanos no caminan sobre el agua. Todo esto produce la
escena de terror. Sin embargo, hay alguien que no vive en el miedo y la
debilidad: es Jesús. No queramos nosotros acoger esta imagen de Jesús
ingenuamente. Veámoslo sobre las aguas de la vida, sobre esta existencia humana
tan atribulada, tan atormentada por tantos problemas y dificultades. Veamos a
Jesús viviendo nuestros momentos de crisis: caminando sobre los problemas
económicos, los problemas familiares, laborales, sociales, del futuro incierto;
veamos a Jesús en el lugar de las víctimas de tantas cosas: de la violencia,
del miedo a la inseguridad, del tráfico de personas, de las amenazas, etc.
Jesucristo tiene tal entereza de vida interior que parece caminar sobre las
aguas turbulentas.
Al contemplar a Jesús así, nos sentimos
convocados a hacernos personas de oración, no de rezo sino de oración profunda,
y sobre todo de compasión. Le pedimos tanto a Dios que nos resuelva todos
nuestros problemas, pero habría que pedirle primero que nos dé la entereza de
su Hijo. Qué solidez da el espíritu verdadero, qué confianza tan plena en los
planes de Dios. A Jesucristo lo van a crucificar de todas maneras, aunque sea
un hombre de oración; lo van a torturar por más que haya puesto su confianza en
el Padre. Precisamente por eso y para eso, se requiere ser un hombre de
oración.
El grito de Pedro es el grito de todos los
seres humanos: "Señor, sálvame”. Ahí
está la mano de Jesús que se tiende hacia los atribulados, la seguridad de los
inseguros, el valor de los miedosos, la confianza para los que no tienen fe.
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