Hemos venido contemplando a nuestro Señor Jesucristo en los atrios del
templo de Jerusalén. Había llegado a esta ciudad precisamente para vivir el
momento culminante de su vida y de su misión en este mundo. Primero se había
confrontado acremente con los dirigentes del pueblo judío, pero una vez que
estos lo dejan en paz, por el momento, Jesucristo se queda en privado con sus
discípulos, instruyéndolos en la manera como ellos habían de vivir su vida de
discípulos una vez que él los haya dejado al morir y resucitar. Nos ofreció
para ello las parábolas de las 10 muchachas y la de los talentos. Ahora nos
habla del final de los tiempos, de la culminación de nuestra historia humana,
no para que nos quedemos fijos en ese futuro desprendiéndonos del hoy, sino
sobre todo para que con esa luz vivamos nuestro presente.
Primero contemplemos a Jesús tal como él se presenta a sí mismo: "Cuando
venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus
ángeles, se sentará en su trono de gloria”. Desde el comienzo de su
ministerio, en el capítulo 4, san Mateo nos presenta a Jesús proclamando una
buena noticia: "Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir:
Conviértanse, porque el Reino de los Cielos ha llegado” (Mateo 4,17). No predicaba Jesucristo una
nueva religión, entendida como rezos y cultos, sino un proyecto de Dios, un
nuevo proyecto de humanidad.
A lo largo del evangelio, de éste y de los otros tres, nunca vemos a Jesús
como un rey o un gobernante al estilo de los reyes y gobernantes humanos, los
cuales se imponen con todo poder sobre personas y pueblos enteros. Al
contrario, él vivió como un servidor (y encarnación) del reino de los cielos, un mundo o una humanidad en la
que Dios reine, con esa gracia que lo distingue. Jesucristo nos presenta una
nueva imagen de Dios, distinto al Dios legalista, moralista y excluyente de los judíos. Su reino es un reino de
paz, de justicia, de amor, de fraternidad, de verdad; un reino de servicio, de
entrega de sí mismo. O en otras palabras, un mundo donde reinen todos esos
valores de Dios que contemplamos en Jesucristo en los santos evangelios. Esta
humanidad está convocada a transformarse según el proyecto de Dios.
En coherencia con esta imagen, él nos llama a tomar nuestra parte en
ese maravilloso reino: "Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión
del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo”.
En el evangelio según san Mateo,
encontramos como unas 54 menciones de la palabra ‘reino’. Es en verdad un tema
central en el ministerio de Jesús. No vino Jesucristo a dejarnos una religión
más de las muchas que ha vivido nuestra humanidad, otro culto para alabar a
Dios o para presentarle nuestras ofrendas exteriores. Esto que comento es algo
que nos cuesta trabajo entender y vivir porque estamos entrampados en una vida
religiosista, como si el cristianismo fuera un conjunto de actos piadosos o el
cumplimiento de una lista de normas moralistas.
Lo que Jesucristo vino a implantar a
este mundo, no por la vía del poder humano o de las armas, sino por la vía del
convencimiento, de la evangelización, es el reinado de Dios, una nueva manera
de vivir la vida humana, desde la gracia de Dios, desde el Espíritu de Dios.
¿Quiénes entran a formar parte de ese
reinado? Los que vuelcan su vida hacia los más pequeños, hacia los últimos,
hacia los marginados, los excluidos, los descartados de esta sociedad, hacia
los de abajo, hacia los pobres. No es un asunto de religiosidad romanticona, es
una nueva estructura de humanidad. Jesucristo no habla aquí de actos piadosos o
religiosos para sentirse bienvenido al reino de de Dios. Qué lástima, diremos
nosotros, que hemos puesto el acento de nuestro catolicismo en tantos rezos, en
tanto sacramentalismo, en tantos actos de piedad. Cuánto tiempo y cuántas
energías le ponemos en la Iglesia a nuestra liturgia, a nuestra teología,
derecho eclesiástico, y tantas cosas. Es como cuando uno estudia para el examen
final y nos topamos con nada de eso nos pregunta el maestro.
Nuestro Maestro nos dice de antemano
cuál va a ser el material para el examen final de nuestra vida personal y de
toda nuestra historia para que no andemos por otro lado: atenderlo a él en los
más pobres. Lo demás, es lo de menos.