UNA NUEVA MANERA DE VIVIR
Domingo
8 abril 2018, 2º de pascua
Hechos 4,32-35; Juan
20,19-31.
Carlos
Pérez B., Pbro.
Los santos evangelios y demás
escritos del nuevo testamento nos ofrecen diversos relatos del encuentro que
vivieron las y los discípulos con Jesucristo resucitado. ¿Recuerdan cómo habla
san Mateo de este encuentro? ¿Y san Marcos y san Lucas? Sería bueno que los
tuviéramos constantemente presentes en nuestra vida porque este encuentro, que
no es único sino constante, es el que nos hace realmente cristianos, el que nos
mantiene viva nuestra fe.
El evangelista san Juan nos habla de
cuatro encuentros: el primero con María Magdalena, la mañana de aquel primer
domingo del cristianismo. Por la tarde de ese día, el primer día de la semana
judía, se encuentra Jesús con sus discípulos que estaban encerrados por miedo a
que les pasara lo que le había pasado a su Maestro; y a los ocho días de nuevo
se hace presente en medio de ellos, ahora sí estando con ellos Tomás, el que se
resistía a creer. Ambos relatos los hemos escuchado hoy. Luego san Juan nos
ofrece un relato del encuentro con el Resucitado que al parecer se dio tiempo
después, esto en el capítulo 21.
Primero hay que decir que el
encuentro que proclamamos hoy se dio por la tarde del día de la resurrección.
No fue en la noche, como lo traduce el leccionario romano, porque entonces ya
no sería el primer día de la semana sino el segundo, en la manera de contar los
días de aquellas gentes. Todavía era el primer día de la semana cuando se hizo
presente Jesús. Y habría que tener como fondo el encuentro conmovedor que tuvo
Jesús con María Magdalena, la enamorada con la que todos los cristianos debemos
identificarnos. Porque si no es la pasión la que nos empuja hacia Jesús, entonces
no tenemos nada que hacer con él.
Mientras que María Magdalena
valientemente va sola al sepulcro a buscar a un muerto, los discípulos
miedosamente se encuentran encerrados. Y como sucede cada domingo con nosotros,
Jesucristo se hizo presente en medio de ellos. Las puertas cerradas nos hablan
no sólo del miedo de los discípulos sino también del Misterio, en su sentido
bíblico, de la presencia de Jesús resucitado. ¿Por dónde entra? Él está
presente, nos había dicho anteriormente (Mateo 18), cuando dos o tres nos
reunimos en su nombre. Ahora que ha resucitado lo entendemos mejor.
Jesucristo viene a traernos la paz.
¿No nos deja una intensa paz interior el encuentro con el Resucitado? Cómo
quisiéramos que esta paz de Jesús fuera una realidad palpable en todo nuestro
mundo. ¿A quién le sirve la violencia? A todos nos maltrata, a todos nos
destruye. Pero los seres humanos no entendemos. En san Lucas leemos que Jesucristo
se lamentó por Jerusalén (cuyo nombre significa la ‘fundación de la paz’)
porque no se dio cuenta de lo que le podría traer verdaderamente la paz. Así
está hoy nuestro mundo. ¿Quién podría traernos la verdadera paz a nuestras
atormentadas vidas si no es Jesús? A nuestras familias, a todo nuestro mundo.
Andamos buscando la paz y la felicidad en otro lado: ¡en las armas!, en la
violencia, en el egoísmo y narcisismo, en el dinero, que nos acarrean tantos
conflictos.
Los
discípulos se llenan de alegría, no se asustan por ver a uno que creían muerto.
¿Qué tan alegres estamos nosotros por celebrar la resurrección de Jesús? La
vida del cristiano, con todo y que se nos acumulan tantas penas y
contrariedades, se ha de desenvolver en la alegría, porque la vida nueva de
Jesús invade todo nuestro ser y es una marca de vida que llevamos
profundamente.
La
vida de Jesús, tanto su vida mortal como su vida resucitada, es para nosotros
un resorte que nos empuja a ir al mundo. Jesucristo vivió en la conciencia
permanente de ser un enviado del Padre. Cuántas veces se menciona la palabra ‘enviar’,
‘enviado’, en este evangelio. Pues ahora Jesús nos envía a nosotros. No podemos
vivir la vida de Jesús como una cosa de intimidad, en lo secreto de nuestro
corazón. Si alguien vive así su fe, está traicionando a Jesús, porque él nos
comunica su Santo Espíritu para que vayamos al mundo, a llevar la
reconciliación y la conversión.
¿Cómo
vivían los primeros cristianos la vida nueva del Resucitado? La Iglesia nos
ofrece como primera lectura un pasaje fantástico del libro de los Hechos que es
el ideal para este mundo que predicó Jesucristo y realizó por medio de sus
milagros y con toda su persona, con su actividad incluyente: tenían un solo corazón y una sola alma; todo
lo poseían en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía. Nuestra
misión no es meramente religiosista; la salvación no la entendemos como algo
fuera de este mundo. El proyecto de Dios es realizar una nueva vida entre todos
los seres humanos. Esto que nos narra el libro de los Hechos parece cosa de otro
planeta, como un cuento de hadas, y sin embargo es la utopía cristiana, el
reino de Dios.
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