LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR
Domingo
6 mayo 2018, 6º de pascua
1 Juan
4,7-10. Juan 15,9-17.
Carlos
Pérez B., Pbro.
El domingo pasado escuchábamos la parábola de la vid y los sarmientos:
Juan 15,1-8. El dueño de la viña es el Padre eterno; la vid verdadera es
Jesucristo y nosotros, los sarmientos. Comentábamos entonces que hay un fluido
que recorre la vid desde las raíces hasta las hojas y los frutos, pasando por
el tronco. Ahora proclamamos los versículos siguientes en los que Jesucristo
nos dice, más allá de la figura, cuál es la savia que le da vitalidad a todo el
árbol, y de dónde viene esa vitalidad.
Debemos notar que Jesucristo está sentado a la mesa para la última cena
con sus discípulos. Él viene a darle vida a los sarmientos para que den fruto
abundante. La savia que recorre la vid es el amor. El amor viene de Dios. El
Padre ama al Hijo y el Hijo nos ama a nosotros con el amor del Padre. Es un
amor al extremo.
El amor se ha convertido en una palabra muy gastada en nuestra cultura
moderna. Hablar del amor nos parece empalagoso, como algo propio de las
telenovelas. Del amor hablan las canciones, del amor hablan los que no aman,
los que en realidad no conocen el amor verdadero ni lo viven. Y sin embargo, el
amor de Dios es la buena noticia que encarna Jesucristo para todo este mundo;
para este mundo dominado por el egoísmo, por el odio. Si este mundo conoce
algún amor, es el amor narcisista, el amor por uno mismo, el amor al dinero, al
poder, a los honores baratos. Amar a las personas que nos brindan satisfacción es más bien amor por uno mismo.
¿Cuál es el amor del Padre, cuál es el amor que vivió el Hijo? Es el
amor del que se entrega a sí mismo, el que se inmola para dar vida a los demás.
Aunque la imagen del crucificado nos parezca escandalosa porque es la terrible
obra de este mundo que por odio se lanzó contra un inocente, contra el ser más
excelente que haya vivido sobre este suelo, también la imagen del crucificado
es la imagen más elocuente del amor de Dios.
La palabra de Dios que hemos escuchado hoy nos habla del amor pero no
del amor que empalaga, no de esa palabra hueca y gastada que usamos nosotros,
sino del verdadero amor. Tanto en la segunda lectura, como en el evangelio
(ambos escritos de san Juan), hemos escuchado las palabras amor, amar con
insistencia. Veamos los textos nuevamente: 9 veces en la segunda lectura; 10
veces en el pasaje evangélico. ¿Qué decir de esto?
Por un lado, que se trata del testamento de un moribundo: después de
esta cena él entregaría la vida en la cruz. Y por otro, que tanta insistencia
nos tiene que dejar claro que el elemento principal, por no decir el único de
nuestra fe, es el amor, tanto al interior de nuestras comunidades como al
exterior, hacia la sociedad, hacia los más necesitados, tanto material como
espiritualmente. Esto todos los católicos lo sabemos, porque estas palabras de
Jesús son sumamente conocidas. Sin embargo, como que las tenemos archivadas y
las sacamos de vez en cuando, en vez de preguntarnos y proponernos seriamente
acogerlas en la obediencia para hacerlas realidad.
En nuestra cultura que pregona tantos amores, es preciso preguntarnos de
cuál amor nos está hablando Jesús. El amor de Jesús es un amor por los últimos,
los de abajo, los excluidos: por eso es un amor gratuito. Y nos convoca a
vivirlo de la misma manera.
El amor de Jesús no es un amor chicloso. El amor de Jesús es un amor que
llama a la conversión. Es un amor por los pecadores pero no es amor por los
pecados. No puede serlo porque el pecado pierde y destruye; el amor salva y
edifica.
Cuando Jesucristo nos dice en el versículo 17: Esto es lo que les mando: que
se amen los unos a los otros, no se está refiriendo
sólo a que cada uno de nosotros en lo individual ame a su prójimo, sino que
colectivamente debemos crear una sociedad donde domine el amor, sí el mismo
amor que contemplamos en Jesús.
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