EL MUNDO NECESITA EL BAÑO DEL ESPÍRITU
Domingo
20 mayo 2018, Pentecostés
Gálatas
5,16-25. Juan 15,26-27 y 16,12-15.
Carlos
Pérez B., Pbro.
El leccionario romano nos
ofrece varias opciones a escoger tanto en la segunda lectura como en el
evangelio. Como los misalitos que usamos se inclinaron por Gálatas 5 y Juan 15
y 16, por eso he basado en esas lecturas mi comentario.
Celebramos el
cincuentavo día de la pascua, eso quiere decir la palabra pentecoste, en
griego: quincuagésimo o cincuentavo. Este año no batallamos por las cuentas
porque el día uno de abril celebramos el domingo de resurrección, por lo que
debemos sumar los 30 días de abril más 20 de mayo, y nos dan cincuenta. Los
judíos celebraban la fiesta de las semanas (siete semanas), el shavuot, la
fiesta de acción de gracias por las cosechas, que como sabemos, por estos días
se recoge el trigo. Ese día, según las cuentas de san Lucas en el libro de los
Hechos, se derramó el Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en Jerusalén.
La cronología de san Lucas es bíblicamente simbólica, nos habla de la plenitud
de la pascua de Cristo. En cambio, en la tradición de san Juan, el mismo día
que Jesús resucitó, se apareció a sus discípulos y en ese momento sopló sobre
ellos para comunicarles su Santo Espíritu (vean el capítulo 20).
A partir de la pascua de Cristo, para
nosotros la existencia es vivir en el Espíritu, en ambos sentidos o
significados: vivir espiritualmente y vivir desde el Espíritu de Dios. El
pasaje evangélico que hemos escuchado son unas palabras que Jesucristo nos dejó
estando sentados a la mesa para la última cena, unas horas antes de morir en la
cruz.
El Espíritu Santo es el que le da el
toque verdaderamente cristiano a nuestra fe, a nuestra vida personal, a nuestra
vida de Iglesia, incluso a todo nuestro mundo. Sin el Espíritu Santo, nuestra
Iglesia es una mera asociación humana, como tantos colectivos que hay en
nuestra sociedad. Sin el Espíritu Santo el evangelio de Jesucristo es un recuerdo
del pasado que a lo más nos llama al romanticismo y a la melancolía. Sin el
Espíritu Santo no hay obra de Dios; lo nuestro es un mero proyecto humano; y
para proyectos humanos, pues las empresas tienen muchos y bien hechos, los
partidos políticos, los candidatos que en estos días nos ofrecen tantas
propuestas. Sin el Espíritu de Dios este mundo gira al garete, sin destino,
hacia la muerte, sin futuro.
En la última cena, Jesucristo nos
prometió y nos otorgó al Espíritu Santo para que nos condujera a la verdad
plena. Dios tiene un proyecto fantástico, su santo reino, el reino por el que
Jesucristo entregó su vida en una cruz por entero y sin medida, gratuitamente.
Claro que valía la pena entregar la vida por ese proyecto que no era un
programa meramente humano. Nosotros no tenemos ni la luz, ni la sabiduría, ni
la fuerza para llevar adelante este santo proyecto de Dios, que es un proyecto
de vida para todos, de felicidad, de alegría, de paz, de justicia, de verdadera
libertad. Somos demasiado pequeños para llevarlo adelante. Necesitamos que el
Espíritu de Dios trabaje en nosotros, que nos empuje, que nos ilumine, que nos
conduzca, que nos guíe, que salga al paso de nuestras debilidades y
fragilidades. Sólo Dios mismo puede llevar adelante su propia obra.
El ser humano sería un mero animalito
sin el espíritu. El presidente de Estados Unidos ha calificado así a los
inmigrantes. La verdad es que todos somos animalitos en evolución, también él,
y estamos a la espera de dar el salto hacia la espiritualidad plena. Es el
espíritu con minúscula, no tanto la razón o la inteligencia, el que nos hace
ser verdaderamente humanos. Y es el Espíritu, con mayúscula, el que nos hace
ser verdaderamente cristianos. Un animalito se deja llevar sólo por su
instinto: el instinto de comer, de beber, de protegerse, de defenderse, de
reproducirse. Los animalitos no tienen sentimientos de compasión. Por ello no
se les puede pedir respeto hacia los demás.
Así como Jesús en la última cena, y
sobre todo en su resurrección les otorgó el Santo Espíritu de Dios a sus
discípulos, así nosotros debemos suplicar este mismo Espíritu para que el Padre
nos lo conceda, y llevárselo nosotros a todo el mundo. Impregnar o bautizar con
el Espíritu de Dios a todo ser humano es lo que debemos buscar, no tanto
hacerlos prosélitos de una determinada religión. No debemos desear otra cosa
sino que nuestro mundo se haga del Espíritu de Dios. Es lo que nos hace falta,
es lo único que nos hace falta para que nuestro mundo llegue a ser
verdaderamente humano, no una selva de animales salvajes en que unos están al
acecho de otros, sino un mundo que merezca vivirse en paz y en fraternidad, en
filialidad.
Podríamos repasar
lo que san Pablo nos dice en su carta a los gálatas: "Son manifiestas las obras que proceden del desorden egoísta del hombre:
la lujuria, la impureza, el libertinaje, la idolatría, la brujería, las
enemistades, los pleitos, las rivalidades, la ira, las rencillas, las
divisiones, las discordias, las envidias, las borracheras, las orgías y otras
cosas semejantes… En cambio, los frutos del Espíritu Santo son: el amor, la
alegría, la paz, la generosidad, la benignidad, la bondad, la fidelidad, la
mansedumbre y el dominio de sí mismo”.
|