Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     





DESDE LO PEQUEÑO Y FRÁGIL

Domingo 17 junio 2018, 11º ordinario

Marcos 4,26-34.

 

Carlos Pérez B., Pbro.

 

En el capítulo 4, san Marcos nos presenta a Jesucristo enseñando a la multitud a orillas del lago de Galilea. Él está en una barca y la gente en la playa. Les habla por medio de parábolas. San Marcos recogió cinco parábolas de Jesús en este capítulo: el sembrador, la lámpara, la medida, la semilla que crece por sí sola y la semilla de mostaza. San Mateo, en cambio, en su capítulo 13, recoge entre siete u ocho parábolas.

Jesús está hablando del reino de Dios a esas gentes de Galilea. Las dos parábolas que hemos escuchado hoy así comienzan: "El Reino de Dios se parece… ¿con qué compararemos el Reino de Dios?” Sus escribas no les hablaban de eso a las gentes, eran moralistas, les presentaban más bien la ley de Moisés, en su corriente de la pureza. Jesucristo no entraba en esa corriente, sobre todo según san Marcos. Jesucristo les hace ver que Dios está con ellos, que Dios está a su favor, que su reino es para ellos, aún cuando son pobres, enfermos y pecadores. Esta multitud es el campo donde se siembra la semilla del reino. Jesús es el sembrador de esta semilla y lo hace suscitando una grande esperanza.

¿Qué es el Reino de Dios? Repasemos lo que cada vez decimos aunque entendemos poco. Es un misterio muy grande que sólo puede ser expresado por medio de muchas parábolas. Tratando de simplificar, pero sin pretender quedarnos en la simpleza, decimos que el reino es el proyecto que ha salido del corazón Dios pensando en este pobre mundo, en esta humanidad nuestra. Nosotros lo expresamos con las siguientes palabras o frases parecidas, pero desde luego que rebasa con mucho lo que nosotros podemos entender y proyectar: el reino de Dios es un mundo donde reine el amor de Dios, la justicia de Dios, de paz de Dios, la alegría y la felicidad que vienen de Dios, la filialidad, la fraternidad y sororidad de los seres humanos, un mundo o una sociedad donde sea Dios el que reine, por encima, muy por encima de los poderes humanos; una humanidad radicalmente nueva, calcada en el hombre nuevo que se nos revela en el mismo Jesucristo, el Hijo de Dios.

Este proyecto tan fantástico es como una semilla, nos dice Jesús. El reino de Dios aún no es una realidad; no hace falta más que echar una mirada a nuestro alrededor. En nuestra Iglesia a veces utilizamos discursos que nos hacen evadir nuestra realidad: ‘por el bautismo, por los sacramentos, ya somos hombres y mujeres nuevos…’ ¡Es cierto! Pero hace faltar transformarnos paulatinamente, dejarnos transformar por el Espíritu de Dios, porque su obra aún es inicial en nosotros. Cada vez lo comprobamos todos cuando aterrizamos en nuestra familia, en el trabajo, en la calle, en la cosa pública, en la Iglesia. Hace falta transformar completamente nuestro mundo, hace falta que Dios lo vaya transformando según sus tiempos, utilizando nuestra humilde colaboración

El Reino de Dios es una semilla que crece por sí misma porque tiene su propio dinamismo. Depende de la fuerza de Dios, no de la debilidad de los seres humanos. Así sembró Jesús el reino en estas gentes. ¿Quiénes eran esos galileos? Eran gente pobre, sin poder humano, enfermos, rechazados, cargados de fragilidades y debilidades. ¿Dios quiere realizar su Reino para todo este mundo empezando con ellos? Sí. Parece un soberano absurdo. Es como querer ganar el campeonato mundial con un modesto equipo de futbol llanero. Es como querer ganar la guerra contra el crimen organizado con la policía de un municipio pequeño.

Pues así es. El reino de Dios es un proyecto inmenso que se realiza paulatinamente en los corazones de los seres humanos a partir de los más pobres, de los que tienen menos poder. Tan sólo miremos al mismo Jesucristo nuestro Señor. La obra de Dios comenzó en una pequeña e insignificante aldea de Galilea, en el seno de una jovencita completamente desposeída de todo recurso humano; en el pesebre que usaron unos peregrinos sin casa en ese momento; en el taller de Nazaret, en los caminos y poblados de la marginada Galilea.

Y este predicador y obrador de milagros, también galileo, terminaría sacrificado en una cruz, como un delincuente. Jesucristo sembró la semilla del reino con una grande fe y esperanza en Dios, el Padre de todos. ¿Qué nos queda a nosotros? ¿Desanimarnos porque no tenemos la fuerza para sembrar y llevar a delante un proyecto que rebasa con muchísimo nuestras capacidades? La misma realidad que estamos viviendo está para desalentar a cualquiera. Pero todo lo contrario, Jesucristo nos ha llamado, nos ha escogido precisamente a nosotros porque somos poca cosa, como una semilla de mostaza. Así, a partir de lo poco, de la fragilidad humana, se va haciendo ver que el reino crece por la fuerza de Dios, no de nosotros.

 

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