UN POBRE ES NUESTRO SEÑOR Y MAESTRO
Domingo
8 julio 2018, 14º ordinario
Marcos
6,1-6.
Carlos
Pérez B., Pbro.
Jesucristo,
nació en Belén de Judea, al sur del país, y se crió en Nazaret de Galilea, al
norte. Ahora en su ministerio pastoral, ha puesto su centro de operaciones en
Cafarnaúm, un poblado de pescadores a orillas del lago de Galilea, de Genesaret
o de Tiberíades. Nazaret estaba situado en las colinas de Galilea, y sus
tierras se prestaban para la agricultura y el pastoreo de ovejas. Era un
poblado de jornaleros, artesanos, pastores. Jesús era artesano, como lo indica
hoy el evangelista. La palabra tekton se ha traducido del griego al español
como ‘carpintero’, pero más bien se trata de un artesano o albañil, es decir,
trabajaba muy probablemente la madera para la construcción y mantenimiento de las
casas. ¿Podía este vecino y artesano llegar a ser un predicador y realizador de
milagros? ¿Dónde estudió para tener tanta sabiduría sobre la vida, sobre la
Palabra de Dios, sobre el ser humano? Más aún, lo que no se preguntó aquella
gente: ¿dónde obtuvo tanta compasión por la gente sufriente?
Sabemos,
sobre todo por san Marcos, que se fue un tiempo largo al desierto. Ahí se
curtió en espiritualidad, no en estudios académicos. Los cristianos que
llegamos después de la resurrección decimos que como Hijo de Dios se las sabía
de todas, todas. Pero en aquellos días, cuando recorría los poblados
evangelizando y sanando, la gente sólo lo reconocía como un vecino más de
Nazaret.
Después
de hacerse varias preguntas, los de Nazaret pasan muy pronto de la admiración a
la desilusión. Primero admiran su sabiduría y sus milagros, pero luego se
desaniman porque él es parte de ese conjunto de familias que formaban Nazaret; se
resisten a creer en él porque lo veían simplemente como el artesano del pueblo,
un vecino más de ellos. No lo pueden ver como alguien sobresaliente porque en
él se ven a sí mismos, que son gente sin valor. Seguramente los judíos de
Jerusalén, sus escribas que les enseñaban en la sinagoga cada sábado, les
hacían sentirse poca cosa por ser galileos, por estar tan alejados de las cosas
de Dios.
Esto
nos sucede a nosotros los católicos hoy día. Como Jesucristo nos parece poca
cosa, lo hemos adornado demasiado, de Cristo pantocrátor, todopoderoso. Y
tenemos imágenes muy bonitas y llamativas de él: medallas de oro, imágenes de
bulto o de cuadro con ropas elegantes. O lo dramatizamos mucho, como el Divino
Rostro, que conmueve todos nuestros sentimientos y vemos reflejados en él todos
nuestros sufrimientos, los reales y los magnificados.
No
nos gustaron ni nos movieron a la piedad las nuevas imágenes del Cristo del
camino, del pobre sudado, que conocimos cuando nosotros estábamos jóvenes y que
nos entusiasmaron tanto. Hay que decir que ninguna imagen plástica de
Jesucristo dice tanto como cada una de las imágenes integrales que nos ofrecen
los santos evangelios. Es precisamente a este Cristo al que todos los católicos
debemos conocer. El Cristo pobre viviendo entre los pobres, el amigo de
pecadores, el que entraba en conflicto con frecuencia con los religiosos notables
de su tiempo, el que no se vestía como los sacerdotes o los obispos de hoy,
mucho menos como los cardenales; el Cristo que no era funcionario del templo de
Jerusalén, el que no tenía un despacho como los párrocos de ahora, el que se
hizo de un grupito de seguidores que no se distinguían por ser fariseos,
escribas o levitas, sino pescadores sin escuela, un publicano, y al parecer dos
revolucionarios. Hasta mujeres había entre sus seguidores, que en aquel tiempo
era mucho decir sobre el que las admitía.
Y
resulta que este pobre predicador ambulante y realizador de milagros entre los
más necesitados, terminó crucificado como un delincuente, en medio de dos
delincuentes, a la vista de todo mundo. Ciertamente el crucificado nos llama
mucho la atención, pero la verdad es que lo hemos espiritualizado de más. Si
hemos hecho todo esto con Jesús para que nos guste, entonces no somos mejores que
la gente de Nazaret, o que toda su parentela. Es decir, tampoco nosotros lo
aceptamos como él es, como él quiso ser. Lo hemos modificado más bien a nuestro
gusto.
Por
eso invitamos persistentemente a todos nuestros católicos a estudiar cada día
al menos una página de los santos evangelios a lo largo de toda su vida.
¡Imaginémonos a un católico que ha leído y estudiado por lo menos una página
diaria de los evangelios por años! Qué conocimiento habrá adquirido de
Jesucristo después de 10, 20, 30, 50 años. ¿No deberíamos realizar una campaña
para que todos los católicos lo hagan así? Conocer a Jesucristo lo es todo, el
verdadero Jesucristo de los santos evangelios. Y conociéndolo de cerca, cómo
nos atrae, cómo nos cautiva; tan sencillo, tan amigo de los pecadores, tan
diferente a todos los seres humanos y sin embargo tan igual a todos. Éste es el
Cristo que nos llama a cada uno y a todos juntos para ir en su seguimiento.