Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     





ESA ES NUESTRA RELIGIÓN

Domingo 4 de noviembre 2018, 31º ordinario

Marcos 12,28-34.

 

Carlos Pérez B., Pbro.

 

En estos domingos del tiempo ordinario (hoy estamos en el domingo 31º) hemos venido siguiendo las páginas del evangelio según san Marcos. Escuchamos en el camino la pregunta sobre la identidad de Jesús, una pregunta fundamental para todo creyente: ¿quién soy yo para ustedes? Luego, Jesucristo nos anunció, también en el camino, tres veces su pasión, su muerte y su resurrección, incluyendo algunos detalles. El domingo pasado lo vimos saliendo de Jericó, ya para subir el monte Sión, en cuya cima está la ciudad de Jerusalén. San Marcos nos relata luego su subida y llegada a esta ciudad. Hoy no leemos ese pasaje porque se deja para el domingo de ramos.

Así pues, en el pasaje evangélico de hoy, estamos con Jesús en el templo de Jerusalén, en sus atrios. Después de expulsar a los mercaderes, recibe varias comisiones de los diversos grupos del pueblo judío: sumos sacerdotes, escribas, ancianos del sanedrín, fariseos, saduceos y herodianos. No nos hemos detenido en ninguno de estos encuentros, pero es bueno que todos conozcamos el evangelio integralmente. Donde sí nos detenemos es en la comparecencia de este escriba. En san Marcos es bien intencionado, no pretende ponerle una trampa, como lo presentan Mateo 22 y Lucas 10. Había oído la respuesta que les había dado a los saduceos, adversarios de los fariseos, y viendo que era un verdadero Maestro, eso le anima a lanzar también él una pregunta con honestidad. ¿Nosotros nos damos cuenta del tamaño de Maestro que es Jesús? Sí, si estudiamos todos los días los santos evangelios; sí, si cada día aprendemos de él; no, si no tenemos el hábito de escucharlo con actitud de discípulos sino que llevamos nuestra religión según nuestro gusto personal.

Los escribas eran judíos bien estudiosos de la ley de Moisés, de la sagrada Escritura. La ley de Moisés tiene como unos 700 mandamientos, no sólo los 10 que recibió en el monte Sinaí. La pregunta que se podía hacer honestamente todo estudioso de la ley es cuál de todos esos mandamientos es el más importante. No son todos iguales, eso lo sabían ellos bien. Y el saber cuál es el más importante es para no dejarlo de lado, para no descuidar los más importantes por cumplir los que de plano son secundarios. Algo así les diría Jesús en alguna ocasión a los fariseos cuando estaba comiendo con ellos: "¡Ay de ustedes, los fariseos, que pagan el diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza, y dejan a un lado la justicia y el amor a Dios!”  (Lucas 11,42).

También a nosotros nos sucede eso mismo, en nuestra vida cotidiana, de familia, de trabajo, de sociedad, de iglesia. Cumplimos con las cosas secundarias y dejamos de lado las importantes. Debemos detenernos en nuestras cosas para hacer prioridades. Lo importante es primero, lo demás, después.

Jesucristo, como verdadero Maestro, así lo hace y así lo enseña: Lo primero es amar a Dios, lo segundo es amar al prójimo. Y todo lo demás es después.

En san Marcos leemos completo el pasaje del libro del Deuteronomio 6,4-5: "Escucha, Israel…” Lo primero es escuchar a Dios que nos habla y que nos ofrece no sólo mandamientos, sino caminos tan sabios de vida y de salvación. En aquellos tiempos los escribas judíos contaban con la Sagrada Escritura, con la ley de Moisés. Ahora nosotros contamos con la palabra de Jesús, nuestro Maestro, y lo tenemos al alcance de la mano privilegiadamente en los santos evangelios, y nos ayudamos de la oración, de la entrega que nos de él hace el magisterio. El Deuteronomio nos ofrecía el primer mandamiento; el Levítico 19,18, el segundo. Los cristianos ya no los recibimos de Moisés, sino de la autoridad del Hijo de Dios. Jesús toma estos dos mandamientos, los hace suyos y nos los ofrece como propios.

Los comentadores del evangelio siempre insistimos: ambos mandamientos se han de cumplir juntos, no se pueden cumplir separadamente. Dice san Juan en su carta: "quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Juan 4,20). El amor a Dios se vive con todo, con todo el corazón, alma, mente y fuerzas. Todos tenemos que revisar nuestras prioridades. ¿En qué lugar tenemos colocado a Dios? Hay que medir nuestros tiempos, nuestras atenciones, nuestros gastos. No digamos que a Dios lo traemos siempre con nosotros cuando la verdad es que ni siquiera nos damos tiempo para leer o escuchar su Palabra en la Biblia.

La medida del amor al prójimo es uno mismo. ¡Qué medidas nos pone la palabra de Dios! Esto quiere decir que no basta una sonrisa, por buena que sea, un saludo, un pan. Ni siquiera es suficiente con brindarles más atenciones a mis hermanos. Hay que trabajar por hacer un mundo donde todos tengan lo mismo que yo tengo, las mismas oportunidades que yo tengo, incluso las mismas exigencias. Hay que trabajar para que todos conozcan a Dios, a su Hijo Jesús, a su Santo Espíritu. Dios es nuestro máximo bien.

 

 

 

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