EL REINADO DEL AMOR
Domingo
25 de noviembre 2018, Cristo Rey
Juan 18,33-37.
Carlos
Pérez B., Pbro.
Como conclusión del año litúrgico celebramos
hoy la fiesta de Cristo Rey. A nosotros, en nuestro país, no nos resultan tan familiares las figuras
regias, de reyes y reinados, de familias reales. A lo largo de la historia y a
lo redondo del mundo los ha habido, y muchos. Todavía en Europa se encuentran
algunos, aunque no con el poder de tiempos anteriores. En la tele hemos visto
imágenes de las bodas reales que llaman tanto la atención de algunas gentes.
Nosotros lo que conocemos, sobre todo en los países de América, son los presidentes,
los gobernadores. Más o menos ahí se dan, unos con más poder que otros. Porque
ése es el común denominador de reyes y gobernantes, el poder de que se
revisten, el poder con el que mandan y se apropian de la vida y de los bienes del
pueblo . Nuestro Señor lo denuncia en los santos evangelios: "Ustedes saben que los
que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos
y sus grandes las oprimen con su poder” (Marcos 10,42). ¿Eso es lo que estamos celebrando en esta fiesta? Desde
luego que todo lo contrario.
Jesucristo sí se presenta en los evangelios
predicando un reino, el reino de Dios. ‘El reino’ es un tema muy proclamado en
los cuatro evangelios, cerca de 120 veces se menciona esta palabra. Jesucristo lo
expresa maravillosamente con sus parábolas, pero también lo hace presente con
su persona, con sus milagros, con sus obras.
Hoy, en el evangelio según san Juan, delante
de otro rey, Jesús confiesa ser rey y tener un reino. No platican de tú a tú,
porque uno es el que tiene el poder humano y el otro es un reo condenado a
muerte. El reinado de Jesucristo es claramente diferente al reinado que
establecen los reyes y gobernantes de este mundo. Los de este mundo son
autoridades que gozan de poder, que se imponen sobre la población, que mandan,
que ordenan, que son obedecidos por las buenas o por las malas, que tienen a su
disposición ejércitos y policías, armas y recursos económicos.
Jesucristo, en cambio, vino a este
mundo en la pobreza de Nazaret y de Belén. Vivió como un pobre, predicó
gratuitamente, de palabra, con milagros, y con toda su persona, que el reinado
de Dios era precisamente para los pobres, los enfermos, los pecadores, los
excluidos, que Dios quería un reinado o una sociedad donde todas estas personas
tuvieran un lugar digno de todos los seres humanos. De hecho creó con los
pobres un ambiente distinto al que estaban viviendo. ¡Cómo les habló de Dios,
de sus proyectos, de su amor, de su compasión! Se sentó con los pobres y demás
excluidos a compartir el pan, la salud, la salvación. No era un rey humanamente
poderoso, todo lo contrario, siempre fue un despojado. Bien dice san Pablo: "se despojó de
sí mismo tomando condición de siervo… y se humilló a sí mismo” (Filipenses 2,7-8).
No vino a este mundo para
ser alabado, para que le rindiéramos honores, para que lo pusiéramos nosotros
en un trono. Bueno, sí, lo pusimos en el trono de la cruz, en medio de dos
bandidos. Jesucristo vino para establecer el reinado de Dios que es un reinado
de amor, de justicia, de paz, de fraternidad, de dignidad humana. Pero en vez
de tomar el poder humano sentándose en alguna silla presidencial, terminó
crucificado, despojado de todo poder. En cambio, nos dejó a nosotros el
continuar con esta obra tan grande que llamamos Reino de Dios, o cielo nuevo y
tierra nueva, o nueva humanidad.
Celebrar esta fiesta es
estar comprometidos con toda nuestra persona en ese establecimiento del reinado
de Dios. ¿Cuándo será eso? Eso no lo sabemos. Dios tiene sus tiempos. A
nosotros nos toca colaborar con Dios en esta obra tan grande. Por
eso cada cristiano, y la Iglesia toda, ha de ser un activista, desde una
profunda espiritualidad, en los movimientos religiosos y sociales que nos conduzcan
a la creación de una nueva sociedad.