PARTICIPAR EN LA ALEGRÍA DEL PUEBLO
D. 20
enero 2019. 2º ordinario
Juan
2,1-11.
Carlos
Pérez B., Pbro.
Este año nos toca repasar, casi todos los domingos, el evangelio según
san Lucas, sin embargo, el segundo domingo ordinario siempre leemos un pasaje del
evangelio según san Juan. Nos dice esta comunidad evangélica que lleva el
nombre de un apóstol que hubo una fiesta de bodas en un pueblito de Galilea
llamado Caná. No estamos hablando de la gran ciudad de Jerusalén, la ciudad
santa, la que se construyó en torno al templo. Estamos hablando de un poblado
pequeño que hoy día ni siquiera se puede localizar con certeza. No olvidemos
que Galilea es una región apartada del centro del culto y del poder del pueblo
judío. En Judea no se sentía gran simpatía por los pobladores de esta región.
Jesucristo
fue invitado a esta fiesta. A Jesús no lo vemos, porque de hecho no lo era,
como un clérigo rancio que sólo sabe rezar el oficio divino, en la sacristía. A
Jesús lo vemos en esta fiesta junto con su madre y sus discípulos. En los otros
evangelios Jesucristo compara en varias ocasiones al reino de Dios con una
fiesta de bodas. Nos debe llamar la atención que no lo compara con una
celebración religiosa.
Jesucristo no
fue a casar a los novios, no fue a celebrar la misa. Él estaba ahí como un
invitado anónimo, como un vecino de Nazaret, ciudad seguramente cercana a Caná.
Veamos a Jesús así, con toda su sencillez de vida, no como el personaje de la
fiesta (que de hecho sabemos que sí lo era, como un evangelio viviente), no
como un eclesiástico que se aparta de la gente.
En un momento
de la fiesta sucede algo inesperado: se les acaba el vino. ¿Qué significa esto?
Que se acabó la fiesta, la alegría. No se puede imaginar uno una fiesta sin
comida ni bebida. Seguramente se trataba de un pueblito pobre, de una familia
de escasos recursos. ¡Qué tristeza! Pero alguien se da cuenta, la madre de
Jesús (en este evangelio nunca se le nombra como María). Y va y le informa a su
Hijo. Jesús por su parte se resiste diciendo que no ha llegado su hora (lo dice
el evangelista para llamar nuestra atención sobre ello), pero precisamente ésta
es la oportunidad de empezar su ministerio de salvación, de gracia, de la
alegría de Dios para el pueblo. ¡Claro que sí había llegado su hora!
El evangelio según
san Juan no habla de milagros, habla de señales. El agua convertida en vino, y
vino del bueno, es una señal de la gracia de Dios, de su gratuidad, de su
alegría, de su fiesta. Así empieza pues este evangelio, y así empieza Jesús su
ministerio. La presencia y la actuación de Jesús en estos pueblos de Galilea no
será la presencia de un escriba de la ley o de un sacerdote, listos para
reprender al pueblo, para hacerle ver su lejanía de las cosas de Dios. Al
revés, será para volver cercano a ese Dios de cuya novedad es portador
Jesucristo, la imagen viva del Dios que se brinda a sí mismo para estos
pueblos, que quiere ser vida y alegría para los más pobres. Ésta es la primera
señal realizada por Jesús, nos dice el evangelista, con ella inaugura su ministerio.
Eso será el resto del Evangelio, la buena nueva para este mundo. San Juan se
detiene en pocas señales, pero se detiene ampliamente en cada una de ellas: el
agua convertida en vino, la curación del hijo de un funcionario real en el
capítulo 4, la curación del paralítico de Betesda del cap. 5, la señal de los
panes para la multitud del cap. 6, la curación y transformación del ciego de
nacimiento del cap. 9 y la resurrección de Lázaro en el cap. 11. El evangelio
supone que Jesús realizó muchas otras señales pero se detiene sólo en éstas.
¡Cómo tiene
cada cristiano y toda la Iglesia que aprender de Jesús! ¿Cómo son las cosas hoy
en día? La Iglesia se ha encerrado en el culto, como los sacerdotes del antiguo
testamento; la Iglesia se ha alejado del pueblo, ha dejado de participar de la
vida del pueblo, a pesar de que hace muchos años bellamente lo dijeron los
obispos reunidos en concilio: "Los gozos y las esperanzas, las tristezas
y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de
cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo”. Nuestras celebraciones, lejos de ser populares donde
priva la alegría interna y externa, son liturgias que nos vienen de otras
culturas. Están bien para nuestros funerales pero no para la fiesta del domingo
y para celebrar las demás alegrías del pueblo, que son muchas y muy diversas.
¿Es cierto que participamos muy de cerca y muy por
dentro de las alegrías y las penas de nuestro pueblo? Hay una parte de la Iglesia
que sí: religiosas, misioneros, algunos sacerdotes de la periferia. Estos hacen
presente a Jesús, hacen presente el amor del Padre por los pobres, que en su
pobreza viven la alegría y la fiesta de las bodas de Caná.
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