ORACIÓN QUE COMPROMETE TODA LA VIDA
D. 17 marzo
2019. 2º de cuaresma
Lucas 9,28-36.
Carlos
Pérez B., Pbro.
El domingo pasado contemplamos a Jesús en su oración del
desierto. Ahora lo vemos en lo alto de una montaña orando de nueva cuenta.
Ponerse en oración era algo fundamental en la vida de nuestro señor Jesucristo.
Era necesario mantener la comunicación y la sintonía con el Padre que lo había
enviado. No se la pasaba rezando todo el día, sino que, en el ajetreo de las
multitudes, él encontraba la manera de hacerse espacio para la oración. No
veamos a Jesús recitando oraciones y llenando su oración de palabras y
palabras. Veamos a Jesús en el silencio de su oración. En este pasaje que
escuchamos no pronuncia una sola palabra. Mejor hablan Moisés y Elías, también
habla Pedro, y sobre todo habla el Padre eterno. Jesús por su parte escucha.
Los escucha a todos ellos. Moisés y Elías le hablan de la partida o muerte que
le esperaba en Jerusalén. El evangelio se refiere a los escritos de Moisés y de
los profetas que vienen siendo la sagrada Escritura. Moisés y Elías eran
también hombres de oración y de montaña; Moisés del monte Horeb o Sinaí, y
Elías del monte Carmelo. Toda la Escritura tiene su centro y su culmen en la
pascua del Hijo de Dios. Jesús escucha también a Pedro, como en otras
ocasiones, pero de ninguna manera sigue sus propuestas, porque los pensamientos
de Pedro son pensamientos de hombres, no son los pensamientos de Dios, como se
lo dice Jesús en otro lugar de los evangelios (ver por ejemplo Marcos 8,33). A
quien sí le hace caso Jesús es al Padre que le habla desde la nube, quien
además nos pide que escuchemos a su Hijo elegido.
Para Jesús la
oración era el espacio del discernimiento de la voluntad del Padre. La pregunta
que él tenía que clarificar era la que leemos en Lucas 9,18, unos versículos
antes de esta escena de la transfiguración: ¿Quién dice la gente que soy yo?
¿Quién dicen ustedes que soy yo? ¿Quién dice el Padre eterno que soy yo? En el
desierto lo que hizo Jesús fue discernir las tentaciones más importantes a las
que se enfrenta el ser humano, para luego tomar el camino de su correcto
mesianismo. Así ahora en la montaña, el Padre ratifica, frente a testigos, ese
camino mesiánico, es decir, la ‘modalidad’ propia o el camino como Jesucristo
ha asumido su misión salvadora.
A Jesucristo
se le presentaban varias modalidades: una era salvar a este mundo desde el
poder y los recursos de los hombres, o con los poderes mágicos, o bien, desde
el inmediatismo de la protección divina, como se lo ofreció el diablo en el
desierto. La otra era salvar a la humanidad desde el despojo de sí mismo, desde
la entrega entera de su vida. ¿Cuál le indicaba el Padre? Toda la sagrada
Escritura (la ley de Moisés y los profetas) le decía que debía ir a Jerusalén.
¿Y qué se iba a encontrar en Jerusalén? El enfrentamiento con la clase
dirigente del pueblo judío, se encontraría con la condena, con la muerte en la
cruz. ¿Es éste el camino de la salvación de los seres humanos? El Padre le dice
que sí envolviéndolo en su gloria. Nosotros no debemos quedarnos en la fantasía
a la que pudiera movernos esta visión, debemos pasar a la realidad de
Jesucristo. La gloria del Hijo de Dios la debemos contemplar en su pobreza, en
su abajamiento, en su cruz. Por eso hay que bajar del monte y continuar el
camino a Jerusalén. No es la gloria efímera de los hombres la salvación de este
mundo sino la gloria del amor salvador de Dios que entrega a su Hijo.
Si yo les digo
a todos los católicos, no a unos cuantos, que se pongan a estudiar los santos
evangelios a diario, no me hagan caso. Si el Papa Francisco nos invita
repetidamente que leamos algunos minutos cada día páginas de los santos
evangelios, pues ya es como para que le hagamos caso. Pero si el Padre eterno
es el que nos dice que escuchemos a su Hijo escogido, pues ahí si no hay de
otra más que ponernos a la obediencia de su Palabra. Hay que repetirnos y
repetirles a todos los que formamos la Iglesia, incluso a los que no son
creyentes, porque les conviene, le conviene a todo nuestro mundo: "Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”.
No hay mejor manera de escuchar a Jesús, de conocer sus enseñanzas, de irse
enamorando de él que estudiando los santos evangelios.