LA VIDA EN EL ESPÍRITU
Pentecostés.
9 junio 2019
Hechos
2,1-11; Romanos 8,8-17; Juan 14,15-16 y 23-26.
Carlos
Pérez B., Pbro.
Es difícil expresar con nuestras
palabras, con nuestras imágenes y con nuestras categorías humanas los misterios
de Dios, en particular éste que estamos celebrando hoy, la plenitud de la
pascua de Cristo, su donación de su Santo Espíritu. San Lucas en el libro de
los Hechos se vale de una cronología muy bíblica, los 40 días que Jesús
resucitado se estuvo apareciendo a los discípulos y las siete semanas que
mediaron para otorgar este Espíritu a los discípulos. En cambio, san Juan, en
el capítulo 20 (una de las opciones evangélicas para este día) nos dice que el
mismo día de la resurrección Jesucristo sopló sobre los discípulos al Espíritu
Santo.
No era suficiente que Jesús
resucitara y dejara su obra de salvación en manos de gentes tan apocadas como
los discípulos, encerrados, temerosos, con tantas fragilidades y resistencias.
Hacía falta que Dios mismo, en la persona del Espíritu Santo, tomara la obra de
la transformación profunda de esta humanidad que había iniciado Jesús para
llevarla adelante, ciertamente contando con la colaboración de aquellos que el
Hijo mismo había llamado y continuaría llamando.
En la última cena, según
san Juan, Jesucristo nos dejó enseñanzas muy fundamentales que nosotros estamos
obligados a retomar una y otra vez para irlas comprendiendo y viviendo cada vez
con más claridad y profundidad. Ahí nos habla de enviarnos a otro que esté a
nuestro lado (paráclito), ¿hombro con hombro? Mucho más. Alguien que nos
conduzca así como él se dejó conducir con toda docilidad por los caminos y las
comunidades de Galilea, derrochando gracia, amor, misericordia, consuelo, vida,
fortaleza, especialmente hacia los más débiles, hacia los indefensos, los
enfermos que necesitan médico, los pecadores que requieren perdón, los caídos
que precisan ser levantados, los últimos para que ocupen su lugar de primeros
que Dios les ha reservado.
Sin el Espíritu, sin acoger
su santa acción en cada uno, nadie es en verdad cristiano. Por muy empeñoso que
uno sea, sin esa fuerza de lo alto, ni se es nada ni se puede nada. Tenemos que
trabajarnos a nosotros mismos y trabajar a todos nuestros católicos para que la
gracia del Espíritu Santo cambie radicalmente nuestro mundo. Sin el Espíritu de
Dios los seres humanos no seremos, como lo somos hasta ahora, más que una
especie más entre los diversos mamíferos, aves o reptiles que pueblan nuestro
mundo, luchando unos contra otros para (supuestamente así) sobrevivir, matando
incluso, con la idea que es necesario hacerlo si queremos vivir, afianzándose
cada quien en sí mismo para poder ser. De seguro esta comparación ofende a
muchos, pero está en boca y en mente de nuestro señor Jesucristo: "lo que nace de la carne es carne, lo que
nace del Espíritu es espíritu” (Juan 3,6).
Demos nosotros, y
colaboremos para que todos demos ese salto hacia la vida en el Espíritu. No se
trata meramente de que seamos más espirituales o espiritualones, o más
persignados o más fanáticos de alguna religiosidad, sino que vivamos nuestra
vida dóciles a los impulsos del Espíritu, como Jesús, el modelo de todo ser
humano, el ideal de toda nuestra humanidad.
Hoy, como hace dos semanas,
volvemos a escuchar de labios y desde el corazón de nuestro Maestro que nos
llama a la coherencia: "el que me ama,
cumplirá mis mandamientos”. No seamos ligeros para decir que amamos a Jesús.
Si estamos estudiando su Palabra y su Vida en los santos evangelios con toda
devoción y obediencia, tratando de vivir sus enseñanzas, entonces sí podremos
decir que lo amamos, no sólo porque traigamos ese sentimiento en lo íntimo de
nuestro corazón, o porque derrochamos devociones ante alguna de sus imágenes, o porque no se nos caiga el 'Jesús' de la boca.