SÓLO SOMOS SIERVOS INÚTILES
27º
domingo ordinario. 6 octubre 2019
Lucas 17,5-10.
Carlos
Pérez B., Pbro.
Muchas personas me dicen, y yo creo que todos hemos
experimentado en ocasiones haber perdido la fe o en ciertos momentos hemos sentido
que la estamos perdiendo. ¿Y qué hacemos? Simplemente dejamos pasar el tiempo
para que se nos pase ese mal momento. Los apóstoles también vivieron esta
experiencia, es por eso que se acercan al Maestro a pedirle que les aumente la
fe. ¿Nosotros lo hemos hecho también? Quizá en nuestras confusiones no tenemos
claro que la fe es un don que Dios concede gratuitamente a quienes se dejan conducir
por él. La fe no es un mérito o una conquista nuestra. El creyente ha de ser
una persona humilde que se reconoce favorecido por Dios con este don tan
grande. En otro lugar de este evangelio, Jesucristo lo expresa con otras
palabras en su oración al Padre: "Nadie conoce
quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lucas
10,22).
Con esto estamos suponiendo que el objeto (o más bien
sujeto) de nuestra fe es propiamente Dios (el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo).
Creer en Dios es creer concretamente en su Palabra, en sus planes y proyectos,
creer en la Persona del Hijo que se encarnó como un verdadero ser humano, que
vivió como un pobre, que murió crucificado. Así pues, la fe es creer en su
encarnación, en su abajamiento, no como algo accidental sino como la manera
como Dios Padre tenía planeadas todas las cosas en su sabiduría. Creer es estar
estudiando los santos evangelios, creer en Jesús es estarlo estudiando a él
cada día. Esto es lo primordial de la fe. Y aquí sí digamos categóricamente: esa
fe es la que queremos que Jesucristo nos aumente.
La verdadera fe no consiste en creer tantas cosas
que se predican y se presentan en este mundo como la verdad para nuestras vidas
o para nuestro bienestar. Nosotros no creemos en la magia, en las
supersticiones, en los remedios fáciles, en los atractivos de este mundo, en el
dinero, en el poder, en los honores humanos, en tantas falsedades de nuestra
sociedad. Creemos que Dios ama a este mundo pecador y lo quiere salvar en su
Hijo, y lo hará aunque nos parezca tan difícil o tan imposible como arrancar un árbol y plantarlo en el mar.
Y
si creemos en Dios y sus santos planes, por eso decimos que la verdadera fe es
obediencia a una palabra o enseñanza que se escucha. La fe no es un acto
meramente mental: ‘yo creo que Dios existe, yo creo en la virgen y en los
santos’. Pero el que sólo sabe que Dios existe pero no conoce su Palabra, pues
vive como le da la gana. Como Dios no le habla, no tiene que dejarse llevar por
su Palabra. Creer en entrar en sintonía con Dios, como nos lo ha enseñado su
Hijo Jesucristo con toda su Persona, hasta la entrega plena de la vida.
Ahora
bien, en consecuencia lo decimos también de esta otra manera: el creyente entra
en los planes de Dios en calidad de servidor, no de amo. Hay creyentes (de
alguna manera todos los somos) que se sienten dueños de Dios: ‘yo creo en Dios
en la medida que me conceda las cosas que le pida. Si no me complace como yo
quiero, entonces lo saco de mi vida’. ¡NO! Yo no creo en Dios para sacar ese
tipo de provechos tan pequeños y banales. Yo creo en Dios y quiero que él se
sirva de mí. ‘Soy un siervo inútil’, nos enseña a decir el Maestro. Esta
expresión la traducen nuestras Biblias y el Leccionario romano con cierta
timidez, como no queriendo ofender a los creyentes: "No somos más que siervos”.
Pero la verdad es que en el original griego leemos tal cual: "Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos
hacer”.
Suena duro pero dejémonos enseñar por el Maestro.
Cuando hayamos cumplido bien con nuestros deberes, no pensemos que Dios debe
estarnos muy agradecido. Nada de eso. Atrevámonos a decir las palabras de Jesús
aún cuando seamos sacerdotes, catequistas y demás servidores de la Iglesia… aún
cuando hayamos dedicado toda nuestra vida al ministerio.