JESÚS NOS EDUCA EN EL AGRADECIMIENTO
28º
domingo ordinario. 13 octubre 2019
Lucas 17,11-19.
Carlos
Pérez B., Pbro.
Desde el final del capítulo 9 nos dijo
el evangelista que Jesucristo, sabiendo que estaba cerca el momento de su
partida, se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén. Así es que en las páginas
siguientes lo vemos en ese camino de Galilea a Jerusalén. Entre los límites de
Galilea y Samaría les salieron al encuentro estos diez leprosos. ¿Por qué le
gritaron desde lejos? Porque los leprosos, para evitar contagios tanto corporales
como espirituales, tenían estrictamente prohibido acercarse a las personas
sanas. Este caso es diferente al encuentro que tuvo Jesús con otro leproso al
comienzo de su ministerio (Lucas 5,12). Este primer leproso, contraviniendo las
ordenanzas de la ley de Moisés, sí se le acercó a Jesús y le pidió, rostro en
tierra, que lo purificara. En este milagro, a diferencia del que escuchamos hoy,
Jesús sí extiende la mano y lo toca para declararlo limpio. Hoy no, Jesús, se
supone que también de lejos, les dice que se vayan a presentar ante los
sacerdotes. Jesús no los envía al templo para que ahí los curen, sino para que
les extiendan un certificado de salud, para que puedan integrarse a la
comunidad de la que habían quedado excluidos. Los sacerdotes, según la ley de
Moisés, eran los encargados de hacerlo. Vean Levítico 9,13. Es que antes no
había servicios médicos ni instituciones de salud.
Aquí vemos a un samaritano que es aceptado en el
grupo de los judíos leprosos. Judíos y samaritanos no tenían convivencia, se
repelían unos y otros. Esto quiere decir que en la enfermedad se vienen abajo
las barreras raciales y religiosas; en la necesidad se da más fácil la solidaridad.
Y es que la lepra era una enfermedad espantosa, la carne se pudría y apestaba a
lo lejos. Pero lo peor de todo era que la persona enferma tenía que salir de su
casa, para no contagiar a los demás, y salir de su pueblo para vivir solitario
en los montes, como un animalito del campo.
Los leprosos le suplican compasión a Jesús. Es como
tocar sus teclas más sensibles. Si algo distinguía a nuestro Maestro, era su
honda compasión con los más atribulados. El evangelista bien que puntualiza,
para evitar malentendidos, que fue en el camino cuando quedaron limpios.
Repito, no fueron los sacerdotes de Jerusalén los que los purificaron. Quizá
los otros nueve, ya limpios, sí continuaron su camino a Jerusalén. Pero este
samaritano reconoció que fue Jesús el que obró el milagro. ¿Y qué hizo? Se regresó
para darle las gracias a Jesús.
Jesucristo llama nuestra atención poniendo de
relieve esta actitud del samaritano porque le interesa educar a sus discípulos
y a toda la gente que lo rodeaba y lo rodeamos hoy día. Al Maestro no se le
escapa la oportunidad de seguirnos enseñando. ¿Qué pasó con los otros nueve?,
nos pregunta Jesús. No pide Jesús un pago, de ninguna manera, sólo espera que
los seres humanos vivamos la gratitud ante la gratuidad de Dios.
Así es que revisemos nuestra vida. ¿Cada cuándo nos
detenemos para darle gracias a Dios? ¿Somos conscientes de la inmensidad de
dones que recibimos de él a cada momento? Si quisiéramos, no podríamos
agradecerle a Dios tantas cosas. Al menos tomémonos de vez en cuando el tiempo
para hacer un recuento de todo lo que Dios nos brinda a cada momento y a lo
largo de nuestra vida. No importa que nos quedemos cortos. Y si nos
cultiváramos en el agradecimiento, nos estaríamos formando como seres humanos
distintos. Una persona que se trabaja día a día en la acción de gracias se va
convirtiendo en una persona positiva, humilde, servicial porque corresponde al
don con el servicio; corresponde a la gratuidad de Dios con la entrega gratuita
de sí mismo. Las personas negativas, amargadas, inconformes con todo, esos son
los que más necesitan educarse en el agradecimiento. Un servicio muy grande que
los cristianos le podemos prestar al mundo, es fomentar la gratitud y veremos
cómo esta humanidad cambia. Sepamos ser agradecidos con Dios y unos con otros.