LA FELICIDAD
DE JESÚS ES LA LUZ DEL MUNDO
9 febrero 2020
Domingo 5º
ordinario
Mateo 5,13-16.
Carlos Pérez
B., pbro.
El domingo pasado
nos tocaba comenzar el sermón de la montaña escuchando las bienaventuranzas en
el capítulo 5 de san Mateo. No lo hicimos porque en lugar de celebrar el 4º domingo
ordinario celebramos la fiesta de la presentación del Niño Jesús en el templo.
Yo quiero comentar, porque de hecho tienen una relación muy estrecha, el pasaje
de hoy y el del domingo pasado.
Todos los católicos
debemos ir conociendo muy por dentro los santos evangelios. En san Mateo hay
varios discursos de Jesús que se distinguen claramente. El primero de ellos es
este sermón de la montaña, el cual se extiende a lo largo de los capítulos 5, 6
y 7 de este evangelio. En 5,1 nos dice el evangelista: "Viendo la muchedumbre, subió al monte…” Y en 8,1: "Cuando bajó del monte…”
Todos los
católicos debemos alimentar nuestra espiritualidad con esta enseñanza de Jesús.
Por eso no dejo de trabajar para que todos nos hagamos estudiosos de la Palabra
del Señor. El sermón de la montaña no se lee una vez en la vida. Como con el
resto de las enseñanzas contenidas en los santos evangelios, es necesario
volver y volver sobre ellas para irlas comprendiendo más y más, con la luz del
Espíritu Santo.
Contemplamos
pues a Jesús, no en una sinagoga, ni en el templo, ni en el púlpito, sino en el
monte, rodeado por la multitud y por sus discípulos. Comienza su enseñanza de
una manera fantástica. En tiempos antiguos Moisés subió al monte y Dios le dictó
los diez mandamientos. Y no sólo el pueblo judío se tenía que dejar guiar por
palabras expresadas en forma de mandato, y la mayoría en forma negativa: "No
habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen
alguna… No te postrarás ante ellas ni les darás culto… No tomarás en falso el
nombre de Yahveh, tu Dios… No harás ningún trabajo (en sábado)… No matarás. No
cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No
codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo…” (Ver Éxodo 20). Incluso las legislaciones y
constituciones políticas de los diversos países y sociedades no hablan de la
vocación a la felicidad de las personas sino sólo de mandatos que regulan la
convivencia social.
En cambio,
nuestro Maestro comienza con unos ideales que no están expresados en forma de
mandato, sino como invitaciones a la felicidad. ¡Y qué invitaciones tan
desconcertantes nos ofrece! Pero como no son enseñanzas meramente verbales sino
ideales que él mismo vivió en la carne de nuestra carne, nosotros los creyentes
debemos acogerlas como la máxima verdad de nuestro mundo. Él es el pobre, el
misericordioso por excelencia… Este mundo nos hace desde luego invitaciones
mucho muy diferentes: la felicidad está en el dinero, en el consumo, en la diversión,
en el poder…
Ni siquiera nos
dice que nosotros debemos ser la sal y la luz para este mundo, sino que
lo da por hecho: ‘ustedes son’. ¿A qué luz, a qué sabor se refiere? A las
bienaventuranzas. Si vivimos la vida como él la vivió seremos tan felices como
él. Jesucristo no nos llama a vivir en la tristeza, en la amargura, a dejarnos
atrapar por el sufrimiento. Al contrario, el cristiano es una persona
profundamente feliz o no es cristiano, aún en medio de las penalidades de esta
vida; una persona que no solamente es feliz sino que contagia felicidad por
doquier. Y es lo que este mundo nuestro necesita para salir de las tinieblas de
la falsedad, de la violencia y de la muerte, contar con testigos de una
felicidad que no es superficial, una felicidad que no brota de nosotros sino
que nos viene de lo alto.
Permítanme
insistir en la insistencia de siempre: somos una Iglesia opaca e insípida (me
refiero a todos los católicos, no sólo a su jerarquía) porque no nos
alimentamos del espíritu de Jesús. Pongámonos y pongamos a todos nuestros
católicos a estudiar los santos evangelios.