UN REY QUE DA LA VIDA
5 abril 2020
Domingo de ramos
Mateo 21,1-11; Mateo 26,14 a 27,66.
Carlos Pérez B., pbro.
A mí me gusta mucho la liturgia popular: ver y sentir a las personas,
las sencillas con que siempre he tenido contacto en mis años de ministerio, con
sus ramos y flores en las manos, con su entusiasmo, tanto en el campo como en
la periferia de la ciudad; los niños vestidos de blanco, con alguna pancarta,
con listones, con sus sonrisas. Este año nos toca proclamar a san Mateo, tanto
en el evangelio de la procesión como en el de la pasión. Es san Mateo el que
menciona los gritos de los niños en el templo (21,15). Este año no tendremos
eso. Pero en fin, es domingo de ramos; cada quien en su casa. Se nos invita a
poner un ramo en el exterior de nuestras casas. Desde ahí honramos a Jesucristo
como nuestro rey pobre, que llega a la gran ciudad montado en un burrito, y
nosotros, ignorantes de lo que le va a suceder en ella, y que lo hemos
acompañado desde Galilea, subimos con él a Jerusalén.
Escuchamos y leemos en el templo y en cada una de nuestras casas dos
capítulos casi completos del evangelio según san Mateo. No le hemos enseñado a
la gente de nuestras ciudades a hacer celebración en familia, con eso de que
los templos son muy accesibles para todos. En el campo sí lo hemos promovido,
ante la imposibilidad de que el sacerdote celebre este día en todas sus
comunidades: que la gente se reúna y celebren ellos mismos, como Iglesia
doméstica, como iglesia rural.
¿A qué llegó Jesús a Jerusalén? ¿A presentar sus ofrendas en el templo,
a rezar, a sentir la presencia de Dios en él? No. Jesucristo vino decididamente
a confrontarse con la clase clerical de los judíos. Ellos entendían y vivían un
concepto de Dios distinto al de Jesús. El Dios de Jesús es un Padre que ama, no
meramente un Dios legislador, moralista, estricto y estrecho, iracundo y
castigador. El día de Dios que ellos estaban esperando era un día de ira y de
miedo, tan anunciado en el antiguo testamento. En cambio, el Dios que le
presentaba Jesús al pueblo, con su Palabra y con toda su Persona, era un Dios
que ama a los pobres y a los pecadores, un Dios que envió a su Hijo para
salvar, no para condenar (ver Juan 3,17), para dar vida, no para descartar.
Este Dios palpable en su Hijo se hizo carne, se hizo pobre, se hizo amigo de
los pecadores, de los marginados y contaminados, los evangelizó, les hizo
sentir la buena nueva de su amor. Jesucristo no vino para que le diéramos
culto, él vino para darse enteramente a la humanidad. Y la salvación de este
mundo no está en una religiosidad devocionista y cultualista, sino en la
entrega de cada uno a la causa de Jesús, su reino de vida.
Esta imagen del Dios-amor chocó frontalmente con la imagen que tenían
los sumos sacerdotes; el proyecto de vida para el pueblo chocó con el proyecto
de muerte de ellos. En este choque Jesús perdió la vida, para recuperarla
plenamente, para recuperarla para el pueblo.
Quisiera poder invitar a todos los católicos y a todos los seres
humanos, aún no creyentes, a repasar pausadamente estos dos capítulos del
evangelio según san Mateo. La entrega de la vida, tan gratuitamente por parte de Jesús es la cereza
del pastel, el broche de oro de toda una vida entregada el servicio de la
salvación de los humildes, y de todos, a partir de ellos.