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TRES PERSONAS FANTÁSTICAS
Domingo 7 de junio de 2020
Dios trinidad de Personas
Carlos Pérez B., pbro.
Estamos tan acostumbrados a pensar y decir que
creemos en Dios que quizá no nos hayamos dado la oportunidad de preguntarnos,
¿en cuál Dios creemos los cristianos? Y más valor adquiere esta pregunta porque
cada día es mayor el encuentro entre tantas culturas en nuestro tiempo de tanta
comunicación. Y hay gente que dice que es lo mismo creer en Dios como creen los
judíos, o los musulmanes; o incluso la diversidad de cristianismos que conviven
en el seno de nuestra Iglesia católica, como los católicos eventuales. En lo
que sí estamos de acuerdo es en que hay un solo Dios. En la antigüedad los
egipcios tenían varios dioses, los griegos y romanos, los caldeos, los asirios,
etc. También en América los aztecas, los mayas, los incas, etc.
Tan sólo detengámonos en el Dios del antiguo
testamento y en el Dios de nuestro señor Jesucristo. Decimos que es el mismo,
sí, pero antes de Jesús los judíos no tenían una idea ni una experiencia o
vivencia, ni una relación adecuada con el Dios verdadero. Ésa fue la novedad de
Jesús. En el evangelio de hoy contemplamos a estos dos testamentos, Nicodemo y
Jesucristo. Ambos son maestros, uno es un fariseo importante y el otro es un galileo
sin ningún título oficial en el pueblo. Uno es un hombre de la noche, de las
tinieblas, y el otro es el hombre de la luz. Uno es un hombre de la carne, tal
como se lo expresa Jesús sin ningún detenimiento, y el otro es un hombre del
Espíritu. Y no es porque lo diga él de sí mismo, sino porque a lo largo del
evangelio así lo contemplamos, libre como el viento (ver versículo 8). Uno es
un hombre viejo, ya hecho y sin posibilidad de nacer de nuevo, y el otro es el
modelo del hombre nuevo.
Los judíos creían en la revelación que Dios hizo
de sí mismo a Moisés, como lo escuchamos en la primera lectura tomada del libro
del Éxodo: "Yo soy el Señor, el
Señor Dios, compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel”. Mas sin
embargo, los judíos, particularmente los fariseos y los sumos sacerdotes, le
presentaban al pueblo la imagen de un Dios severo, castigador, justiciero y
hasta excluyente. Jesucristo le hace una revelación que seguramente dejó
perplejo a Nicodemo: "Tanto amó Dios al
mundo…” El pueblo judío no creía que Dios amara a este mundo, sino más bien
a su pueblo escogido. Muchos musulmanes hoy día viven esa convicción: Dios no
ama a los infieles. Pero el Dios de Jesús, el que él encarna en toda su persona, ama al mundo, ama a los pecadores, no
el pecado, ama a todos los seres humanos, a las mujeres, a los pobres, a los
indígenas, a los enfermos, a todos los excluidos por la sociedad judía y por
las ideologías supremacistas, como la del presidente de nuestro vecino país.
Hay que decirle a él y a los ciudadanos que con él comulgan: Dios ama a los
negros, a los migrantes, a todos los diferentes. Y el amor de Dios por el mundo no es como el nuestro, poquitero, el amor de Dios es extremo, al grado de entregar a su Hijo para que todos tengan vida.
En un estudio
pausado de los cuatro evangelios que cada uno de nosotros puede hacer en una
buena oportunidad que se dé, recoja las veces que Jesucristo habla de Dios como
un Padre amoroso, paciente, abierto a todos sus hijos. Y Jesucristo no sólo
habla bonito del Padre, sino que vive su condición de Hijo de una manera que a
todos nos atrae. Podríamos repasar, por ejemplo, su enseñanza sobre la
providencia de Dios, en Mateo 6. Así vivió Jesús abandonado en las manos del
Padre. Y también convendría que en ese mismo repaso por los evangelios,
recogiéramos las veces y las maneras como Jesús habla del Espíritu. No es un
policía, no es un fiscal, no es un espía; es el Espíritu que nos conduce, como
al galileo, por los caminos del Padre que llevan a la Vida plena. En este
pasaje con Nicodemo, en versículos que hoy no se proclaman pero que nosotros
podemos leer en nuestra Biblia (Juan 3,1-21), lo contemplamos lleno del
Espíritu, platicando de cosas que las gentes de la carne no pueden comprender.
Repasemos y recalquemos: creer que Dios es nuestro
Padre es vivir como verdaderos hijos suyos; creer en el Hijo es sentarse a
escuchar su Palabra y creer en ella, para seguir sus pasos; creer que el
Espíritu Santo es Dios es disponerse a dejarse llevar por él, porque su luz y
su fuerza son divinas.