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LA COMPASIÓN QUE MUEVE A JESÚS
Domingo 14 de junio de 2020
11º ordinario
Carlos Pérez B., pbro.
Veníamos siguiendo el evangelio según san Mateo,
página tras página, en los domingos del tiempo ordinario, en enero y febrero.
Esta secuencia la interrumpimos durante la cuaresma y la pascua. Ahora que
hemos vuelto al tiempo ordinario, la retomamos. Hoy terminamos el capítulo 9 y
empezamos el 10.
En el versículo anterior al pasaje de hoy, san
Mateo nos dice que "Jesús recorría
todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena
Nueva del Reino y sanando todo enfermedad y toda dolencia”. Es necesario tener en cuenta este versículo para
que veamos que Jesús no se quedaba en una compasión sensiblera o estéril. No.
Era una compasión eficaz, transformadora de su realidad a partir de los más
sufrientes.
Jesucristo se dejaba mover por este sentimiento o
actitud tan humana o más bien divina. A todas las personas hay algo que nos
mueve a hacer tantas cosas. A algunos nos mueven nuestras necesidades,
apetitos, deseos, inclinaciones, es posible que algunas ideas o sentimientos
nobles muevan a otros. A algunos los mueve el afán de dinero, a otros el afán
de poder, también el ego es un motor poderoso en tantos seres humanos. A
Jesucristo lo movía su amor al Padre, su docilidad al Espíritu Santo, lo
sabemos por otros pasajes evangélicos. Pero ahora vemos que hay en él una razón
muy especial: la compasión. Tenía ojos para ver lo que otros no ven: los
sufrimientos, las penalidades, la pobreza, el desamparo. Así lo dice Mateo: "al ver Jesús a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban
extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor”.
Los predicadores
nos hablan mucho del amor de Dios, del amor que Jesucristo tiene por todos los
seres humanos. Y así es. Pero hay muchos tipos de amores que nosotros
practicamos y así podemos leer el amor de Dios. El amor que predican las
telenovelas, las películas, las canciones. Es un amor romántico, es el amor que
se gratifica a sí mismo en el otro. El amor de Jesús no es así, no ama porque
necesite sentirse bonito, porque requiera de saberse correspondido. El amor de
Dios no puede ser otro sino la compasión, la misericordia, la caridad. La
compasión es el supremo de los amores. Te amo porque el amor lo necesitas tú, y
más si tus necesidades son apremiantes. Por eso, en quienes la compasión divina
se hace más palpable, es en los pobres, los excluidos, los marginados, los
últimos, los pequeños… ¿No es ésta una constante en los santos evangelios, en
la vida de Jesús? La compasión es padecer con el otro, hacer propios sus mismos
padecimientos. El Hijo eterno asumió nuestra corporalidad para poder padecer
como nosotros padecemos, para hacerse sufriente.
Así tenemos pues
esta bellísima imagen: Jesús sentía compasión por las multitudes porque los
veía como ovejas desamparadas. Por eso se dedicaba a recorrer las aldeas de
Galilea proclamando la buena noticia del reinado de Dios y curando todas las
dolencias de las personas. ¿Qué personaje de entre los romanos o entre los
magistrados judíos lo hacía? Y en nuestra sociedad actual y en nuestra Iglesia,
¿quiénes lo hacen? Los que lo hacen son la mejor cara de nuestra Iglesia y de
la sociedad. Muchas veces nos llaman más la atención esas imágenes de nuestra
liturgia pomposa, elegante, donde sus ministros se ven muy hermosos. Liturgias
de basílicas y catedrales. Ésa no es la mejor cara de nuestra iglesia, sino la
que proyectan quienes se dedican a los más pobres de nuestras colonias. En el
mundo de hoy, ¿en dónde pondría Jesús sus ojos? Así es, como en aquel tiempo.
Además de
proclamar el evangelio y curar, Jesucristo hace una cosa más, movido por la
compasión: llama y envía obreros a esas multitudes. Exactamente. Para eso están
los obispos, los sacerdotes, las religiosas, los apóstoles laicos, para ir a
esas multitudes desamparadas de nuestros tiempos, a proclamarles la buena
noticia de que este mundo, así como Dios lo quiere, es para los pobres, para
los que sufren. Jesucristo nos envía a sanar toda dolencia. Ir a los pobres, a
los últimos, es una vocación, un llamado que nos viene de Jesús, es más, del
Padre que es el dueño de la mies. No es una vocación excluyente, como algunos a
veces resienten, sino tremendamente incluyente, porque todos, los sanos, los
ricos, los privilegiados, debemos agradecer la gracia del llamado de ir a
ellos. Una gracia que le hemos de pedir al Padre, como nos enseña Jesús: "Rueguen
al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”.
¿Se me tomaría
como una herejía si digo que la desgracia más grande que estamos sufriendo en
esta pandemia no es que muchos católicos (¿un 10%?) se hayan quedado sin misa,
sino que tantas familias se hayan quedado sin trabajo y sin ingresos por tantas
torpezas de sociedad y autoridades en el manejo de la pandemia, además de los
que han fallecido?