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¿ANIQUILAR A LOS MALVADOS?
Domingo 19 de julio de 2020
16º ordinario
Carlos Pérez B., pbro.
Continuamos contemplando a nuestro Señor enseñando
por medio de parábolas. Queremos ver a todo católico y a todo ser humano a la
escucha de la palabra del Maestro. Cuando uno lee páginas de los santos
evangelios no se siente leyendo un libro cualquiera. Leer el evangelio es
encontrarse el discípulo con su Maestro. Nada menos el Papa Francisco nos
invitaba este domingo pasado: "lleven siempre con ustedes un pequeño
Evangelio, una edición de bolsillo del Evangelio, en el bolsillo, en el bolso…
Y así, lean cada día un fragmento, para que estén acostumbrados a leer la
Palabra de Dios, y entender bien cuál es la semilla que Dios te ofrece, y
pensar con qué tierra la recibo”.
Ahora nos explica la realidad tan dura que estamos
viviendo en nuestra sociedad. ¿Por qué conviven juntos los malos y los buenos?
Jesús habla de los hijos del reino y los hijos del maligno. Todos somos pecadores,
pero algunos matan y la mayoría no; algunos políticos despojan al pueblo de sus
bienes y otros no lo hacemos porque no tenemos la caja pública al alcance de la
mano; hay narcotraficantes, sicarios, secuestradores, extorsionadores,
pederastas, dominadores, los que mienten y hacen trampas, etc. Por el otro
lado, hay gente muy buena, yo las he conocido y tratado como una gracia de Dios
en las muy diversas parroquias en que he estado, en el campo y en la periferia
de nuestras ciudades. Estoy pensando en sus rostros, sus nombres, sus familias,
sus vidas. La Iglesia tiene a muchos por santos, pero no a todos los
cristianos. ¿Por qué estas gentes tan buenas tienen que sufrir el acoso, la
amenaza constante, y en ocasiones hasta los efectos directos de los violentos y
los corruptos?
Nuestro Señor
nos da una explicación con la parábola del trigo y la cizaña. Dios no quiere
que sus ángeles arranquen antes de tiempo la mala hierba, sino que la dejen
hasta el final de la cosecha. A él le tocará separar a los buenos de los malos.
Por lo pronto Dios tiene paciencia, como dice el libro de la Sabiduría en la
primera lectura: "al pecador le das tiempo para que se arrepienta”. (Por cierto que en el capítulo 12 de este libro de la Sabiduría se
manifiesta la mentalidad antigua de aniquilar a los impíos). Todos estamos
gozando de la paciencia de Dios para convertirnos, Dios nos está dando tiempo
para cambiar nuestro mundo y nuestra sociedad en algo más bello para todos. Y
no se va a realizar este proyecto de Dios por arte de magia, sino por la actuación
de todos los cristianos y gentes de buena voluntad con la luz y fuerza del
Espíritu Santo.
¿Es posible para las gentes buenas
cambiar de raíz a toda esta humanidad tan tristemente corrompida? Sí. Somos
como una semilla de mostaza. Todas las semillas nos hablan del misterio tan
maravilloso de Dios. En un granito pequeño está encerrada la vida, aunque
aparentemente esté seco y muerto. Así es el plan de salvación de nuestro Dios:
el Hijo de Dios se hizo pequeño, pobre, sin poder ni jerarquía humanos, despojado,
crucificado. ¿Cómo es posible que de la cruz surja una fuerza tan salvadora? Lo
mismo la Iglesia. Me gustan las palabras con las que san Pablo la describe: "¡Miren,
hermanos, quiénes han sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni
muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio
del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo,
para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios;
lo que no es, para reducir a la nada lo que es” (1 Corintios 1,26s). ¿No
sería más salvador que fuéramos una organización poderosa en recursos
económicos y cualidades personales? Jesucristo nos responde con esta parábola.
Y no solamente somos una pequeña
semilla sino que también estamos llamados a ser fermento de la justicia, del
amor, de la paz de Dios. En su oración de la última cena, según el evangelio de
san Juan, le decía Jesús al Padre: "No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno…
Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Juan 17,15.18). Nos está
faltando a los cristianos dar un fuerte testimonio de fraternidad al mundo. No
debemos vivir agazapados con miedo a la maldad del mundo. Un tiempo muy largo
fuimos una Iglesia encerrada en sí misma. Pero estamos volviendo a comprender
que debemos salir de nosotros mismos hacia el encuentro de los demás, cada
quien en su ambiente, laboral, familiar, vecinal, social, político, económico;
Jesús es el que nos envía a fermentar a nuestra sociedad. Para ello es
necesario que todos nos nutramos del Evangelio.