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LA PARÁBOLA DE LA GRATUIDAD
Domingo 20 de septiembre de 2020
25º ordinario
Mateo 20,1-16.
Carlos Pérez B., pbro.
Ante el misterio de Dios que nos revela Jesucristo con esta parábola, la
Iglesia nos ofrece, para disponernos a acoger la palabra de Jesús, una fuerte
reprensión divina por medio del profeta Isaías: "Mis
pensamientos no son los pensamientos de ustedes, sus caminos no son mis
caminos”. Y es verdad, esta parábola nos revela que
Dios es mucho muy distinto a nosotros; no hacemos las cosas como Dios. ¿Cómo
hace las cosas Dios? Su manera de obrar nos produce escándalo para nuestras
maneras calculadoras de obrar personal y socialmente.
Este propietario de la viña
representa a nuestro Padre Dios. Al final del día le paga lo mismo a quienes
llegaron temprano a realizar su jornada como a los que llegaron al final.
Nuestro Señor da a conocer que todos trabajaron, que ninguno entró a la viña
para flojear, pero unos trabajaron menos tiempo que otros. ¿Qué nos parece?
Puede ser que la parábola nos parezca muy bonita, si la vemos sólo como una
historieta, pero si fuéramos empresarios difícilmente haríamos lo mismo: salir a
la plaza a contratar trabajadores diciéndoles, "vayan a trabajar en mi empresa,
les prometo pagarles íntegro su día”. Un empresario así iría a la quiebra,
pensamos nosotros. Cualquiera diría que, en un mundo así, la economía no
funcionaría, al menos como la tenemos ahora.
Jesucristo nos está presentando, de
una manera muy plástica, con toda claridad la gracia, la gratuidad de Dios
nuestro Padre, fruto de su compasión. ¿Por qué obra así el dueño de la viña?
Porque a todos, especialmente a los que se encontraban sin contratar, les está
dando lo que necesitan para llevarles el pan a sus hijos. Dios es generoso, lo
dice Jesús al final de la parábola. Dios no tiene nuestras medidas ni nuestros
criterios economicistas. Al crear este universo y este planeta tan maravilloso,
tan lleno de vida, en el cual se alimentan todas sus criaturas, las plantas,
los animales, las personas, Dios abre sus manos y todos se llenan de sus bienes
(ver salmo 104,28). ¿Alguien, entre los seres humanos de poca fe, se podría
quejar con Dios porque no le da su sustento diario? Dios no quiere hacer rico a
nadie, para eso te tienes que volver acaparador. Dios simplemente te da la vida
y te la sostiene. Si hay hambre y privación en este mundo es porque nosotros no
sabemos ser como Dios. ¿Acaso este mundo se siente ‘obligado’ a darles de comer
y brindarles lo necesario, no a los flojos, sino a todos los niños del mundo, a
todos los ancianos y los enfermos?
La presente pandemia nos ha hecho
más evidente lo que ya veíamos con nuestros ojos y, ante lo cual, nos
resistimos a cambiar. Muchas personas y sus familias se han ido al desempleo y
a la privación completa de sus ingresos. Las autoridades con lujo de crueldad,
sin ofrecerles una previa indemnización, se han dedicado a cerrar, a clausurar
negocios y negocitos. ¿Por qué? Porque carecen de compasión y de sentido de
justicia. ¿Se han preocupado por distribuir el peso de la pandemia, hasta donde
se pueda, en toda la sociedad? Desde luego que no. Pero a esas autoridades no
les han faltado sus quincenas a lo largo de estos meses. Al que le tocó perder,
le tocó y ni modo. ¡Qué insensibilidad vemos en nuestras autoridades!
La gracia de Dios no sólo la
percibimos en los bienes materiales que nos brinda ("para que sean hijos de su
Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre
justos e injustos”. Mateo 5,45), sino sobre todo en el darse a sí mismo. Jesucristo salía
gratuitamente al encuentro de los pobres, los enfermos, los pecadores, los
contaminados. A todos sabía darles cosas buenas (ver Mateo 7,11), la salud, la
alegría, la salvación, su Santo Espíritu. Si el Padre eterno nos diera, a cada
quien, según nuestros merecimientos, de seguro nos dejaba sin nada. Más vale
ser agradecidos que reclamarle lo que pensamos que no nos da. Profundamente
agradecidos.
La Iglesia hemos de vivir la gratuidad del Padre, su compasión para ser
buena noticia de salvación para nuestro pobre mundo. No perdamos de vista que
la misión de Jesús, el centro de su vida, era hacer llegar el reinado de Dios a
esta humanidad, un mundo de gracia para todos.