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LOS INVITADOS A LA FIESTA DE LA SALVACIÓN
Domingo 11 de octubre de 2020
28º ordinario
Mateo 22,1-14.
Carlos Pérez B., pbro.
Estamos
siguiendo las páginas del evangelio según san Mateo en estos domingos del
tiempo ordinario. Recordemos que en este capítulo 21 san Mateo nos presenta a
Jesucristo en los atrios del templo de Jerusalén platicando, en tono de conflicto,
con los sumos sacerdotes y los ancianos del sanedrín, máximas autoridades de la
religión judía. Ya les ha dirigido dos parábolas fuertes, la de los dos hijos y
la de los viñadores asesinos. Ahora escuchamos la parábola del banquete de
bodas, que parece no ser una parábola sino dos, como lo quiero comentar
enseguida.
El
rey de la parábola representa claramente al Padre de los cielos, el Hijo es
Jesucristo, el banquete de bodas es el reino de los cielos, los invitados somos
nosotros, y lo fueron primeramente los judíos, especialmente los judíos
entrados en religión. Pero estos últimos invitados se resisten a participar de
la fiesta de Dios. Qué bella invitación leemos en la primera lectura, del
profeta Isaías.
Nuestro
señor Jesucristo compara el reino con una fiesta, porque en verdad que lo es,
la fiesta de la salvación, la fiesta de la vida, de la comunión, de la
fraternidad (lo decimos ahora aludiendo a la encíclica que recién ha publicado
el Papa Francisco sobre la fraternidad universal a la que estamos convocados
por Dios todos los seres humanos). El reino de Dios no puede ser comparado con
un velorio, con un trabajo enajenante o con una reunión aburrida, como esas
clases a las que los estudiantes reniegan para asistir. No, el reino de Dios es
como una fiesta. ¿Quién puede excusarse de asistir a ella? Los encerrados en su
religiosidad, los que han hecho de la religión un asunto de tedio, de prácticas
piadosas que no comunican alegría, los que en esa religiosidad han echado
raíces, y hasta son capaces de perseguir y de asesinar a los enviados de Dios
para invitarlos, para urgirlos a que participen. De nueva cuenta, como en la
parábola anterior, Jesucristo alude con esa respuesta negativa de ellos, a la
historia de la salvación. Los dirigentes de la religión han perseguido a muerte
a los profetas de la antigüedad e incluso darán muerte al mismo Hijo de Dios.
En
esta parábola ¿dónde está colocada nuestra Iglesia católica? La verdad es que
durante algunos siglos hemos hecho de nuestra vida de fe un asunto aburrido;
nuestras celebraciones muchas veces son tediosas, cosas de gente rancia
(gracias a Dios que algunas comunidades se han vuelto más festivas). Los
clérigos somos muy cuadriculados. Hay algunos que sí participan de las fiestas
mundanas, quizá un poco a escondidas. Pero no se trata de la alegría de esas
fiestas sino de comunicar y participar de la alegría de la vida del pueblo, de
sus gozos y sus esperanzas, de sus ilusiones, de sus conquistas en cuestión de
libertad o liberación. Y, en ese plan, llevarles a ellos la alegría de Dios,
del Evangelio, que es siempre buena noticia de vida, la alegría de la fe de los
sencillos.
En
relación con la segunda parábola hay que preguntarnos cuál es el vestido de
fiesta que Dios establece. No faltan quienes aprovechen para decir que a la
Misa hay que asistir vestidos de fiesta, que no se vale ir con la ropa común y
corriente. Pero nosotros decimos más bien que Dios no se fija en los trapitos
pobres o la ropa cómoda que muchos preferimos llevar a misa, como los huaraches
y pantalones cortos y playera en tiempo de calor. No, no es el exterior lo que
Dios nos pide para entrar en su fiesta, sino el interior. Ni siquiera podemos
estar de acuerdo con quienes piensan que sólo los buenos pueden ir a Misa. Al
contrario, los que se creen buenos no están invitados; los orgullosos, los
soberbios, los fanfarrones, los que buscan lucir, los que ponen su ego por
encima de todo, los que se buscan a sí mismos. Todo esto no lo dice Jesús en su
parábola, lo decimos nosotros con un conocimiento más integral de todo el
Evangelio. Dios quiere a los humildes, a los pobres, a los que se reconocen
pecadores, a los que precisan de la misericordia de Dios, a los que buscan su perdón.
Y no hablemos sólo de la misa, sino de toda la vida de la Iglesia, y
especialmente de esa vida de fraternidad a la que Dios convoca a toda la
humanidad. Dios de veras quiere que este mundo sea una fiesta. Aquí sólo hay
invitados por la gracia de Dios, pero es necesario convertirnos de nuestro
egoísmo, de nuestro apego a las riquezas y de nuestras aspiraciones mundanas,
de la injusticia para que en verdad este mundo sea una fiesta para todos, empezando
por los que ahora están siendo rechazados por la sociedad.