EL AMOR DE DIOS FLUYE A TRAVÉS DE
UNA PERSONA
Domingo 7 de marzo de 2021, 3° cuaresma
Juan 2,13-25.
Carlos Pérez B., pbro.
La escena de la expulsión de los vendedores del templo viene narrada en
los cuatro evangelios. Pero mientras que Juan la coloca al principio, los otros
tres evangelistas lo hacen hasta el final, días antes de padecer y morir en la
cruz. Quiere decir que la cronología de los hechos no es propiamente el mensaje
que se nos quiere anunciar, sino la novedad de Jesucristo. Ésta es, al parecer,
la pretensión de san Juan: que, desde las primeras páginas de su evangelio, vayamos
contemplando y acogiendo el gran cambio en la economía de la salvación: la
Persona de Jesucristo es la nueva, la verdadera y la adecuada relación con
nuestro Dios, ya no la tienda del encuentro que contenía el arca de la alianza,
como lo fue para el pueblo hebreo en los tiempos de Moisés, ni el templo, esa
construcción grandiosa del rey Salomón, que incluso muchos judíos no aceptaban
porque los equiparaba a las religiones paganas que levantaban templos para sus
dioses, pero que, sin embargo, a muchos otros les servía como signo de la
presencia de Dios en medio de ellos. El evangelista pretende que recorramos su
evangelio, de principio a fin, con esa nueva óptica. ¿Qué utilidad tenía ya el
templo ante esa Persona, con sus enseñanzas, tan superiores a las de Moisés,
sus señales milagrosas de las que carecía el templo, la inclusión de los
desamparados a los que excluía la estructura cultualista de los judíos?
San Juan es el único que dice que Jesús se hizo un látigo de cuerdas
para echarlos del templo, una imagen por demás violenta, aunque pensamos que no
lo utilizó para golpear a las personas, sino como un instrumento para echar
fuera a los animales, junto con sus vendedores. Hay que mencionar esto porque
luego muchos quisieran hacerse una imagen muy dulzona de Jesús, que no
concuerda con el testimonio que nos ofrecen los evangelios. Es preciso decir
que el pleito de Jesús no era con los vendedores ambulantes, sino con quienes
controlaban toda la venta de las cosas que se necesitaban ofrecer en el templo,
es decir, con el sanedrín, los ancianos y los sumos sacerdotes.
En los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), Jesucristo sólo
predice la destrucción del templo de Jerusalén, en cambio, en san Juan, les expresa
a los judíos de manera imperativa que lo destruyan para él otorgarles otro.
Esta imagen es una llamada de atención para cada uno de los católicos,
pero también para toda nuestra Iglesia en su conjunto, en esta cuaresma y
siempre. Nuestro Señor Jesucristo, - se ve palpablemente en los evangelios -, no
tiene mucho aprecio por el templo y por el culto externo, algo propio de los
profetas. Porque no es lo mismo tributarle a Dios una adoración superficial, un
culto de prácticas, que escuchar y acoger en la obediencia, no sólo sus
mandamientos (que también menciona Jesús claramente, por ejemplo, en el cap.
15), sino sobre todo su ofrecimiento de salvación en la persona de Jesús. Los
católicos, es preciso reconocerlo, a falta de una adecuada evangelización, nos
hemos fabricado una religiosidad de templo y de prácticas devotas, y hemos
dejado de lado el Evangelio de Jesús. Sí mencionamos mucho el nombre de
Jesucristo, en todos nuestros rezos, pero no estudiamos esas páginas sagradas,
que deberían ser nuestra primera y más importante devoción, el canal para
conocer a Jesús más de cerca.
Y la verdad que templo y Jesucristo no son equiparables ni comparables.
El templo de Jerusalén, y toda la estructura cultualista de los judíos, es
decir, toda su religiosidad, heredada desde los tiempos de Moisés, era una
religión cerrada, excluyente, una religión que no salvaba; una señal contraria
a la misericordia que venía a ejercer el Hijo, quien convocaba a la salvación
precisamente a los que más la necesitaban, los pecadores, los enfermos, los
pobres, los marginados, los diferentes. La persona de Jesús no se compara con
nada. Él hace visible al Padre que ama a sus criaturas todas.
En páginas más delante en este mismo evangelio, Jesucristo le dice a una
mujer samaritana: "Créeme, mujer, que
llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adorarán al Padre.
Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la
salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que
los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así
quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran,
deben adorar en espíritu y verdad” (Juan 4,21-24). Nuestra religión
cristiana no es una religión que ponga su asiento en los templos sino en las
personas. Jesucristo es el centro y el fundamento de todo. Habría que
inculcarles a todos nuestros católicos que estudiar los santos evangelios es
una parte fundamental de nuestra vida de fe, de nuestra vida cristiana. En los
templos, aunque no necesariamente en ellos, celebramos la presencia eucarística
y salvadora de Jesucristo. La señal de la presencia de Jesús son las personas,
no las paredes ("donde están dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” Mateo 18,20).
Nosotros
no adoramos a Dios a través de nuestros templos, lo hacemos a través de la
comunidad de los creyentes, lo hacemos en la persona de los más necesitados. La
Iglesia no es el templo, la Iglesia es la familia en la que Dios convoca y
quiere congregar a todos los seres humanos, para que vivamos como hermanos,
hijos suyos, cuyo centro y criterio es Jesucristo.