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UNA IGLESIA DEL ESPÍRITU
Domingo de Pentecostés, 23 de mayo de
2021
Hechos 2,1-11; Juan 20,19-23.
Carlos Pérez B., pbro.
Escuchamos en el evangelio según san
Juan, que el primer día de la semana, ese domingo glorioso, Jesucristo resucitado
se presentó en medio de sus discípulos y sopló en ellos al Espíritu Santo. Por
su parte, san Lucas en el libro de los Hechos, nos dice que fue el 50° día
después de la pascua que vino el Espíritu sobre los discípulos que estaban
todos reunidos en una misma casa, cerca de 120 personas. En realidad, los
números de san Lucas no son aritméticos sino bíblicos, llenos de simbolismo y
de contenido. Ambos coinciden en que el Espíritu Santo vino a coronar, o mejor
dicho, a continuar la obra del Padre realizada en su Hijo, en esos 30 y tantos
años de su vida mortal. Pentecostés es el domingo con que se cierran las siete
semanas de la pascua, 7x7, el número perfecto.
Si la entrega de la vida de Jesucristo
era un trabajo perfecto, ¿era necesario que se molestara al Espíritu para que
viniera a este mundo? Pues ese ha sido el plan del Padre en esta fantástica
obra de la redención de la humanidad. Y lo decimos no por adornarnos con una
frase, sino porque constatamos su labor pausada y sorprendente en tantas
manifestaciones.
Es preciso decir, junto con Jesús,
que el Espíritu no ha venido por su cuenta, por iniciativa propia, sino a
cumplir con el proyecto de Dios: "Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad
completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y les
anunciará lo que ha de venir. El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y se
lo anunciará a ustedes. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho:
Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Juan 16,13-15).
En las iglesias no católicas, pero
también en nuestra Iglesia católica, se ha dado un fenómeno muy extraño pero
que yo no considero positivo para la obra redentora del Padre. Muchas personas
han querido presentarse como si tuvieran una conexión especial con el Espíritu
Santo: hablan en su nombre, el Espíritu habla directamente por medio de ellas,
y manejan grupos y congregaciones porque todos reconocen que no son ellos, los
líderes o dirigentes los que hablan, sino el mismísimo Espíritu de Dios. Esto
de plano es inaceptable para nosotros los católicos. Es demasiada pretensión
apropiarse de los movimientos del Espíritu Santo. Ni el Papa mismo, el actual o
los anteriores, han pretendido estar conectados directamente con el Espíritu
Santo. Si lo estuvieran, tendríamos que añadirle páginas a la Biblia, porque
reconocemos que ésta ha sido inspirada por el Espíritu. Un Papa se toma mucho
cuidado de presentarnos algo como infalible. Hablan y enseñan con su autoridad
que todos les reconocemos, pero son enseñanzas eclesiásticas.
El Papa Francisco no ha manifestado
en ningún momento que sus enseñanzas son el flujo directo del Espíritu, así
como las computadoras funcionan cuando bajan archivos, canciones o películas
directamente de la nube cibernética. Si así fuera, no nos habría convocado a
vivir una etapa sinodal en toda la Iglesia. Todos los fieles católicos,
clérigos y laicos, vamos a participar en este sínodo universal. Queremos saber
qué le dice el Espíritu a la Iglesia. "El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Apocalipsis 3,22). Esta
etapa sinodal empezará el 22-23 de octubre y se extenderá a lo largo de tres
años. Será un tiempo de discernimiento para que nos pongamos todos en sintonía
con el Espíritu de Dios. Ese trabajo tan bello lo contemplamos en la persona de
nuestro señor Jesucristo, en los cuatro evangelios; y lo contemplamos también
en la Iglesia naciente, en el libro de los Hechos.
El Hijo de Dios fue concebido en el seno de María por obra del Espíritu
Santo. Eso no quiere decir que Jesucristo se las sabía y se las podía de todas
todas. No. Se trataba de un acto de extrema obediencia que el Verbo eterno
aceptara tomar un cuerpo tan frágil como el nuestro, que aceptara participar de
la mugre en que hemos batido esta humanidad tan maravillosamente creada por
Dios. (¿Suena muy fuerte? No exagero, tan solo abramos los ojos a nuestra mentiras
y falsedades, a nuestras apariencias e hipocresías, a nuestros egoísmos y
narcisismos, a los asesinatos, guerras, etc., etc.). El Espíritu lo condujo a
Galilea, tierra de pecadores, impuros, enfermos, pobres y endemoniados, la
imagen de esta tierra tal cual nos la presentan los evangelistas. Y el Espíritu
estuvo presente y actuante a lo largo de la vida mortal de Jesucristo: en el
Jordán, en su tiempo de desierto, en Galilea, en la última cena, en la cruz (lo
sabemos, aunque no lo mencionen los evangelistas textualmente), en la
resurrección, como lo hemos escuchado en el evangelio según san Juan. Y, leyendo
el libro de los Hechos, constatamos la obra tan hermosa que realizó el Espíritu
en la Iglesia que nació de la pascua de Cristo. Los primeros cristianos
tuvieron que aprender a distinguir la acción del Espíritu Santo, y sobre todo,
a dejarse mover por él. No fue fácil, por sus naturales resistencias, pero en
cada momento el Espíritu se salía con la suya.
Una necesidad fundamental en nuestra Iglesia, es educar a nuestros
católicos en la vida del Espíritu. Vivimos un catolicismo de actos que se
quedan en el exterior, de devociones, de prácticas piadosas, pero no nos
interesa entrar activamente en la obra de Dios, en la construcción de su santo
reino, en la salvación de esta humanidad.
Con todos los católicos, tenemos que aprender a suplicarlo. ¿Se lo
pedimos al Padre cada día como nos enseña Cristo, en el silencio de nuestra
oración? (ver Lucas 11,13). ¿Qué es lo que nos mueve a nosotros: nuestros
instintos, nuestros afanes inmediatistas, el corazón o el Espíritu Santo? ¿Estamos
acostumbrados, formados en poner atención al trabajo que realiza el Espíritu
Santo en nosotros y en todo nuestro mundo, en cada una de las personas? ¿Le
permitimos al Espíritu que forme a Jesucristo en cada uno de nosotros? (ver
Efesios 3,16s).
El Espíritu es el que nos mueve y nos fortalece para vivir el Evangelio
que nos parece siempre tan difícil por su radicalidad: en la renuncia a
nosotros mismos, en la pobreza, en el amor al prójimo, a los enemigos, en la
entrega de la vida para la salvación del mundo, en la misión, en la comunión de
vida.
Que no nos mueva nuestro corazón tan pequeño, dejémonos mover por el
Espíritu de Dios.