JESÚS ES UN BUEN PAN PARA LA
HUMANIDAD
Domingo 18° ordinario. 1 de agosto de
2021
Juan 6,24-35.
Carlos Pérez B., pbro.
El domingo pasado escuchamos en el
evangelio según san Juan la señal de los panes realizada por Jesús: darle de
comer a una multitud de miles de personas con tan solo cinco panes de cebada y
dos pescados que traía un muchachito. No lo vimos como un acto de magia, sino
como una señal de la presencia del reino de Dios en Jesucristo para esta pobre
gente; señal del reino no sólo porque todos comieron a saciarse y hasta sobró,
sino por el compartir de este niño y de no sabemos cuántos más; una señal de
fraternidad, una señal de la gratuidad de Dios que le da de comer a todas sus
criaturas, una señal de que el mismísimo Hijo de Dios se entrega de cuerpo
entero (humanidad y divinidad) para la salvación de este pobre mundo.
Después de esta señal, los discípulos
se embarcan hacia Cafarnaúm, sin llevar a Jesús, quien los alcanzó caminando
sobre el agua. Al llegar, la gente le preguntó a Jesús: "Maestro, ¿cuándo llegaste acá?” Pero Jesús no contesta esa
pregunta sino que les hace un reclamo que debe seguir resonando hasta nuestros
días, no sólo para los cristianos sino para todos los seres humanos: "ustedes no me andan buscando por haber
visto señales milagrosas, sino por haber comido de aquellos panes hasta
saciarse. No trabajen por ese alimento que se acaba, sino por el alimento que
dura para la vida eterna…”
Así son las cosas. Como animalitos de
esta creación, si me permiten llamarnos así, nos la pasamos toda la vida
buscando el alimento. Es una necesidad primaria. Todas las criaturas viven su existencia
así. La gente del campo lo ve todos los días, en sus animales domésticos y en
los que viven en el campo. Nosotros, gentes de la ciudad, vemos en la tele
documentales que nos ponen en contacto con la naturaleza. Vivimos para comer,
más que comer para vivir. (Las autoridades sanitarias, en esta pandemia, hablaban de actividades 'esenciales', dándonos a entender que otras coas de nuestra Iglesia y de la sociedad, no lo eran. Porque no sabían lo que es esencial para el ser humano).
Antes de ver esta enseñanza de manera
religiosa, la tenemos que acoger como un mandato universal: no trabajen sólo
por la comida que se va al estómago, el ser humano, además de ser corporal, es también
espiritual. El ser humano se ha de alimentar de muchos otros recursos no
materiales: el amor, el conocimiento, la educación, la amistad, la comunidad,
la reflexión, la conciencia de sí mismo, la generosidad, el compartir… hasta
del arte, la actividad recreativa, la contemplación de la naturaleza, y tantas
cosas.
Los creyentes acogemos este reclamo de
nuestro Señor como algo más que atinado. En innumerables ocasiones yo me tomo
la facultad de hacerles ver a nuestros católicos, y a mí mismo, en muy diversas
celebraciones y encuentros, que no alimentemos sólo nuestro cuerpo (comemos
tres veces al día, todos los días). ¿Cada cuándo nos alimentamos de la Palabra
de Dios ("no sólo de pan vive el hombre
sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios”. Mateo 4,4), del
sacramento de la Eucaristía, de la oración, de la caridad, el servicio, el
apostolado? ¿Cuánto tiempo dedicamos a cada una de esas cosas?
Pero,
más que hablar de alimentos, Jesucristo nos habla de un alimento. Él es nuestro
alimento. Y de seguro, cuando escuchamos que Jesús es el Pan de vida, todos
pensamos inmediata y únicamente en el acto de comulgar, es decir, en el momento
de levantarse en la Misa para tomar la hostia consagrada. Pero esto habría que
decirlo de otra manera, porque el solo acto de comulgar puede ser algo muy
exterior y formal, sin el sentido total que le da Jesús, como tantas cosas que
nosotros los católicos vaciamos de su verdadero contenido. Jesucristo se
refiere a toda su Persona. El evangelista san Juan ni siquiera nos habla de la
fracción del pan en la última cena. Así es que, para llegar a la comunión
eucarística, tendríamos primero que comulgar con toda la Persona de Jesús en
los santos evangelios, alimentarnos todos los días de esas páginas sagradas,
para luego acogerlo en los hermanos más pobres, tal como Jesús nos lo enseña en
esos escritos; acogerlo en la misión, en la oración, en la caridad, en el
servicio, en el sacramento. Para ser más claros y concretos, que nuestro ideal
sea comernos a Jesús como lo vivía san Pablo: "ya no soy yo el que vive, es Cristo el que vive en mí”. O en otro
lugar, "¡hijos míos!,
por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en
ustedes” (Gálatas
4,19). Los sacerdotes debemos preguntarnos si ese es el trabajo que realizamos,
como algo prioritario, formar a Cristo en nosotros mismos y en cada uno de
nuestros católicos.
Sólo
el católico que ha iniciado su camino de fe en la escucha de Jesús en los
santos evangelios, vivirá la celebración de la Misa, no como una obligación de
domingo, sino como un acto vital de unirse a Jesucristo: sentarse a su mesa
para que él parta el pan y el vino como su Cuerpo y su Sangre, sentarse junto
con la comunidad a vivir la Comunión con el Maestro, y salir de ahí, con la
fuerza de Jesús y su santo Espíritu para ser todos una Iglesia en salida. Para
muchos católicos (es preciso partir de ahí) la Misa no es algo vital, no es
algo que forme parte de su vida. ¿Por qué? Porque no han hecho ese recorrido de
conocer a Jesús en los santos evangelios, de enamorarse de él y disponerse a
seguir sus pasos.
El beato Antonio
Chevrier, fundador de la familia del Prado, nos invita a ser también nosotros
un buen pan, alimento para que los demás vivan.