CAMINAMOS HACIA LA MANIFESTACIÓN
GLORIOSA DEL POBRE DE GALILEA
Domingo 33° ordinario, 14 de noviembre
de 2021.
Marcos 13,24-32.
Carlos Pérez B., pbro.
Celebramos la jornada
mundial de los pobres, por convocatoria del Papa Francisco, este año por quinta
ocasión. Lo hacemos para tomar conciencia del lugar que deben tener los pobres
en nuestra vida y en nuestra espiritualidad cristiana. La evangelización de los
pobres es el signo más claro de la auténtica misión (mesianismo) de Jesucristo
y de todo cristiano. ¿Por qué? Porque así es como aparece más nítida la
misericordia de Dios nuestro Padre, manifestada en la persona de Jesucristo, y
también en nosotros. El amor de Dios se muestra con toda su gratuidad en ellos,
en los pobres, los pecadores, los pequeños, los últimos. Y así nos lo enseña Jesucristo:
porque no tienen con qué pagarte, porque no tienen méritos con qué
corresponder, es sólo por el amor de Dios (ver Lucas 14,13). No hablemos de asistencialismo, sino de hacerlos protagonistas de la salvación. El lema de este
año es: "A los pobres los tienen siempre con ustedes” (Marcos 14,7).
En este domingo 33° del
tiempo ordinario debemos acoger estas palabras de nuestro Señor que escuchamos
en el evangelio, y todo el capítulo 13 de san Marcos, no como un comienzo
anticipado del tiempo de adviento, que justo empezará dentro de dos semanas,
sino como la meta de nuestro caminar detrás de Jesús, nuestro Maestro.
Recordemos que hemos llegado con él a la ciudad de Jerusalén, donde él mismo
entró en conflicto con las autoridades religiosas del pueblo judío, al expulsar
a los vendedores del templo; incluso hay que decir que el conflicto estaba
dirigido a toda esa estructura cultualista y legalista centrada en el templo.
¿El final de todo este caminar será la muerte de quien encabeza nuestra marcha?
Desde luego que las cosas de Dios no pueden terminar así, siendo que tanto
entusiasmo nos generó su obra realizada en la marginada Galilea, abriendo la
puerta de la inclusión a los pobres, a los pecadores, a los enfermos. No sería
la buena noticia con que san Marcos abrió su evangelio; sus milagros no pueden
quedarse en eventos efímeros; su proclamación del reino de Dios no puede
quedarse en las meras palabras.
¿Entonces el final será
su resurrección personal? Tampoco. La meta ha de ser la manifestación gloriosa
de este pobre galileo, rechazado y crucificado como un delincuente; y con ello,
la congregación de todos sus elegidos, se encuentre donde se encuentren. Pero
antes, están las señales que preceden a su venida.
Estamos frente al templo
de Jerusalén. Después de la comparecencia de los principales del pueblo judío, en
abierto conflicto, finalmente Jesucristo se queda solamente con sus discípulos.
Salieron de los atrios del templo y sentados en el monte de los olivos se
quedan mirando y admirando esa construcción grandiosa que era el templo de
Jerusalén, base de la religiosidad judía como se vivía en tiempos de Jesús. Los
discípulos, que eran ‘provincianos’ venidos desde Galilea, donde sus
construcciones eran sencillas y pobres, se quedan sorprendidos de la grandeza
del templo que, por cierto, Herodes les había ayudado a reconstruir. Así, con
el tiempo, el emperador Constantino, un pagano, nos ayudaría a levantar el
lugar del culto al servicio de los cristianos.
Jesucristo predice la
destrucción, no sólo del templo como construcción de piedra, sino también de la
religión así como la vivían los judíos, incluso, me atrevo a decir, del fin de
toda religiosidad que no se viva como una verdadera espiritualidad. Al empezar
este capítulo 13, Jesucristo les anuncia: "¿Ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que
no sea derruida”. Desde el comienzo del evangelio según san Marcos,
se palpa esa dirección o corriente espiritual: recordemos la expulsión del
espíritu de la impureza en la sinagoga de Cafarnaúm, lugar de la escucha de la
Palabra de Dios, recordemos los conflictos de Jesús con los notables de los
judíos, veamos la maldición de Jesús a la higuera que no da fruto,
representación parabólica del templo: "que
jamás coma nadie fruto de ti” (Marcos 11,14). Esta religión que se edifica
sobre el templo, se tiene que acabar, por estéril.
A partir de esta profecía, Jesucristo les anuncia guerras, hambrunas,
persecuciones contra ellos, señales prodigiosas en el cielo. Primero está su
pasión, su muerte y resurrección. Lo suyo no será la conquista del mundo por la
vía de las armas, o por la imposición del poder divino. El reino de Dios tiene
su propia dinámica, nadie conoce el día ni la hora. Nadie debe aceptar a grupo
religioso alguno que se atreva a fijarle sus tiempos a Dios. Ni siquiera el
Hijo de Dios lo hace.
Al igual que los
discípulos de aquel tiempo, también nosotros nos quedamos inquietos y temerosos
ante el final de los tiempos: el año pasado, al empezar la pandemia, era
nuestro miedo, ¿cuántos nos vamos a morir por este novedoso virus? Y lo mismo
pensamos del clima de violencia, ¿hasta dónde vamos a llegar? ¿Cuándo se irá a
acabar esto, o nos vamos a acabar unos y otros matándonos? Lo mismo pensamos del
cambio climático al que los líderes de este mundo le dan vueltas y vueltas y no
se atreven, en esta reunión llamada COP26, celebrada en Inglaterra, a tomar
medidas efectivas para pararlo. ¿Estamos ya en los umbrales, si no del final de
nuestro planeta, sí al menos de la extinción de los seres humanos como les
sucedió a los dinosaurios hace millones de años?
Estamos ciertos de que
Jesucristo expresaría, en nuestros días de tantos conocimientos científicos, su
gloriosa manifestación con otras palabras. Pero lo haría con la misma energía y
convicción. La manifestación del Hijo de Dios y la congregación de sus elegidos
es la dirección de nuestro caminar detrás de sus pasos.
No hablamos de un
sentarnos a esperar pasivamente el retorno de Jesucristo. Estamos hablando de
caminar detrás de él, de colaborar activamente en su obra, el reino de Dios. Al
resucitar, él mismo nos enviará de nuevo a Galilea, porque ese trabajo tiene
que continuar (vean Marcos 16,7).