(Conocer a Jesucristo lo es todo, decía el p. Chevrier. El conocimiento
de Jesucristo hace al sacerdote, y a todo cristiano. El mejor lugar para
conocer a Jesucristo son los santos evangelios. Nos leemos y nos escuchamos
unos a otros).
COMO ÉSTE, SÓLO HAY UN PADRE
Domingo 27 de marzo de 2022, 4° cuaresma - C
Lucas 15,1-32.
Carlos Pérez B., pbro.
En este cuarto domingo de cuaresma la Iglesia nos ofrece una joya
evangélica para motivarnos a vivir la conversión y la misericordia de Dios
Padre. Qué mejor manera de encaminarnos a la pascua de Jesucristo. El pasaje
evangélico está tan cargado de detalles que la brevedad nos impide que nos
detengamos en cada uno de ellos, pero conviene que cada uno de nosotros lo haga,
en su lectura personal de este capítulo 15 de san Lucas, para llevarlos a
nuestra vida cristiana, y hasta una vida humana, porque lo que Jesús enseña es
salvación para todo ser humano, sea de la religión que sea.
Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo, y
él los acogía para enseñarles. No se trata de un momento aislado en el caminar
del Maestro, sino de todo su ministerio. Las gentes más religiosas de su
tiempo, o sea los escribas y los fariseos, lo criticaban porque, en vez de
juntarse con las personas más ‘decentes’, se dedicaba a los más alejados de
Dios. Pensemos cómo veríamos hoy a los sacerdotes, a las religiosas, a los
obispos y a todos nuestros apóstoles laicos hacer lo mismo. Seguramente también
nos escandalizaríamos (seamos sinceros).
Para dar razón de su comportamiento que es todo su ministerio,
Jesucristo les y nos ofrece tres parábolas, tan sencillas como sorprendentes:
el pastor que tiene cien ovejas, que pierde y enseguida recupera una oveja; la
mujer que tiene diez monedas, que pierde una y enseguida la recupera; el padre
que tiene dos hijos, que pierde uno pero al final lo recupera. En las tres
parábolas, Jesucristo pone el acento en la alegría, el gozo de Dios Padre
cuando recupera para sí a un pecador. El Dios que Jesucristo revela con su
palabra y con toda su persona ("quien me
ve a mí, ve al Padre”, Juan 14,9) no es el Dios lejano y castigador del
antiguo testamento, sino un Padre que ama y sale al encuentro de sus hijos los
pecadores, y que no se cansa de esperar su retorno, su conversión.
Hoy no se proclaman las tres parábolas. La Iglesia sólo nos ofrece la
tercera, la más escalofriante.
El hijo menor, que se tira a la perdición, es cada ser humano que se
deja atrapar por el pecado. ¿Mencionamos algunos? El odio, el egoísmo, el
rencor, la violencia (física, sicológica, verbal),el encierro en la soberbia,
la mentira, la trampa, la corrupción, la manipulación, la ambición por el poder
y el tener, el dominio y la posesión de los demás, la indiferencia ante las
necesidades del prójimo, etc. Son situaciones en las que se vive tranquilo
encerrado en uno mismo. Pero de repente llega la gracia de Dios, o mejor dicho,
de repente llega la toma de conciencia de que Dios siempre nos está llamando,
por su Espíritu, a tomar un camino distinto. Es el hijo menor, cuya necesidad
lo lleva a tomar conciencia de cuánto se ha dejado caer.
Esta toma de conciencia lo lleva a tomar una decisión que debemos
traducir cada quien a su vida: "he pecado
contra Dios y contra ti”. Tan sincera es esta decisión cuando se reconoce
que se ha perdido todo derecho: ‘ya no merezco ser sacerdote, cristiano, papá,
hijo, amigo…’ Y es necesario expresarlo con claridad, como nos lo dice Jesús en
la parábola.
El padre de la parábola es un padre tan fantástico que sólo hay uno, el
del cielo. Jesús lo presenta en la vigilancia, porque si lo divisa de lejos, es
porque lo está esperando. No se hace el que, indignado, hace esperar a su hijo
a las puertas, sino que sale a su encuentro, conmovido y enternecido
profundamente. Uno piensa en las entrañas de una madre que ha llevado a su hijo
desde la gestación. Qué bien que nos detengamos en cada momento de las acciones
del Padre: la premura, los abrazos y besos, el vestido, el anillo, las
sandalias, la fiesta, incluida la salida para invitar, dialogadamente,
convencedoramente, al hijo mayor para invitarlo a entrar en "su” fiesta
(pensemos en su corazón de padre).
Ésta es una parábola pero expresa llena de realidad la relación que el
Padre eterno entabla con cada uno de nosotros y con todos juntos como
humanidad.