¿CÓMO ES EL AMOR DE JESÚS?
Domingo 15 de mayo de 2022, 5° de pascua
Juan 13,31-35.
Carlos Pérez B., pbro.
En
este tiempo de pascua volvemos con una mirada
retrospectiva, impregnada de resurrección y de vida, a la última Cena. Ahí el
Maestro, nos dejó un mandamiento nuevo, el cual adquiere una relevancia mayor
porque lo dijo unas horas antes de entregar su vida en la cruz. Es como la
voluntad de un moribundo: "que se amen
los unos a los otros”. Lo repite dos capítulos más delante (Juan 15,12.17),
pero también le pide en su oración al Padre y frente a sus discípulos su más
hondo anhelo, para eso había venido a este mundo: "que todos sean uno. Como
tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que
el mundo crea que tú me has enviado” (Juan 17,21).
Este mandamiento del amor
ratifica y amplía lo que nos enseña en los otros evangelios, el mandamiento más
importante de la ley de Dios: el amor a Dios, el amor al prójimo (Marcos
12,30), el amor a los enemigos (Mateo 5,44). Más aún, en los santos evangelios
contemplamos y aprendemos, en toda la actuación pastoral de nuestro Señor
Jesucristo, el amor a los más pobres, pequeños y despreciados.
El que hemos escuchado hoy
precisa, en un aspecto, el amor al interior de la comunidad de los discípulos,
vida de amor y comunidad que será el distintivo de que somos discípulos suyos,
verdaderos cristianos: "por este amor reconocerán
todos que ustedes son mis discípulos”. Ese amor tiene
una sabia medida y manera en el corazón de Jesucristo: "como yo los he amado”. Es, desde luego, una medida que nos
sobrepasa. ¿Podemos amarnos como Jesucristo nos ha amado? No tenemos ese
corazón, pero al menos es para nosotros una motivación a crecer, a no
conformarnos con lo poquito: el mero saludo, la buena educación, la
preocupación exterior de unos por otros. Jesucristo nos amó al grado de dar la
vida en una cruz por la salvación del mundo: "Nadie tiene mayor amor que
el que da su vida por sus amigos” (Juan 15,13).
También hay que decir que
el amor de Jesús no es facilón ni dulzón. El amor de Jesucristo es un amor que
no te sigue la corriente, que no te da por tu lado, es un amor que salva, que
busca la conversión de toda persona. Lo contemplamos en los santos evangelios.
Así amaba Jesús a los pecadores, a los pobres, a sus discípulos, a la gente del
poder.
Hemos
de reconocer que, como Iglesia, hemos puesto otros acentos en lo que nos parece
que radica nuestra vida cristiana: los rezos, las devociones, la religiosidad,
el culto. En eso hemos formado a nuestros católicos. Y nuestro Señor no nos
dijo que su mandamiento nuevo era alabar a Dios, por bueno y necesario que eso
sea. No nos dijo que su última voluntad serían nuestras ofrendas colocadas ante
el altar (ver Mateo 5,23). Por eso le hemos de echar de menos, en nuestros
planes pastorales, a la formación de pequeñas comunidades de vida cristiana.
Debo confesar mi alegría porque ahora hemos recibido esas buenas noticias.
Nuestro hermano Martín, que ahora es obispo de Torreón, ha convocado a su
diócesis a "las misiones populares”, las cuales tienen estas cuatro prioridades
tomadas de la reunión de obispos en Aparecida: « Nos
parece que la espiritualidad y metodología de Las Santas Misiones Populares,
asume con mucha claridad los medios propuestos en Aparecida: a) Beber
de la Palabra, lugar de encuentro con Jesucristo. b)
Alimentarse de la eucaristía. c) Construir la Iglesia
como casa y escuela de comunión. d) Servir a la
sociedad, en especial, a los pobres ».
Y también en nuestra diócesis nos ha llegado la
convocatoria a emprender el camino de la Evangelización que conduce
necesariamente a la formación de pequeñas comunidades de vida cristiana. En una
Iglesia de masas, el mandamiento nuevo de Jesús se diluye en buenas
intenciones, en buenas formas y formalidades; pero se vuelve concreto y vivible
en el ámbito de una pequeña comunidad de vida, sin falsas ilusiones, sin
ingenuidades. Hemos de aprender a amarnos como hermanos, por eso hablamos de la
iglesia como casa y escuela. Y este aprendizaje no es cosa fácil, porque lo
ordinario es que cada quien se ame a sí mismo. Hemos de dejar que la Palabra,
el ejemplo, la gracia de Jesucristo, su santo Espíritu, nos vaya trabajando,
moldeando, todo eso en el estudio de los santos evangelios.
Al igual que los laicos, también los sacerdotes estamos
convocados por Jesús para vivir su mandamiento en pequeña comunidad. En la
familia del Prado esto es una opción intrínseca de nuestra vocación: « Debemos
formar entre nosotros una verdadera familia espiritual… Cuando
esta familia existe realmente, debemos encontrar en esta familia todo lo que se
encuentra en una verdadera familia: el amor, la unión, el apoyo, la caridad y
los cuidados espirituales y temporales que son necesarios a cada uno de los
miembros, sin tener necesidad de ir a buscar afuera lo que es necesario para
los cuidados del alma y del cuerpo. De otro modo la familia no está completa ni
es verdadera » (V. D. 151s).