NOS
IMPORTA LA FELICIDAD DE LAS PERSONAS
Domingo 3 de julio de 2022, 14° ordinario
Isaías
66,10-14; Lucas 10,1-12
y 17-20.
Carlos Pérez B., pbro.
San
Lucas nos habla de dos envíos de los discípulos antes de la misión final. Nos
atrevemos a pensar que pudieron haber sido más los envíos, pero para muestras
basta con un botón. En el capítulo 9 nos habla del envío de los 12; y en el
capítulo 10, del envío de 72 discípulos. Este último número nos habla de
totalidad. Todos debemos vernos incluidos en este segundo grupo, todos los
católicos somos enviados, o como dicen nuestros obispos, somos discípulos
misioneros.
Veamos
esto en el propio texto:
¿Para
qué quería Jesús a estos 72 discípulos? Para enviarlos a la gente. Por aquí
tenemos que empezar. Jesucristo no tiene puesto su corazón en un proyecto de religión,
en una estructura religiosa… él tiene puesto su corazón en las personas.
Pensemos en los pobres, en los marginados, en los excluidos, los enfermos, y, a
partir de ellos, en todos los seres humanos, hombres y mujeres, pequeños y
grandes. Es mucho, muchísimo el trabajo que hay que realizar en ellos para
hacerles llegar la felicidad de Dios, la salvación de Dios, la gracia, el amor
de Dios. Jesús lo expresa con estas palabras: "La cosecha es mucha y los trabajadores pocos”. Para evangelizar a
todo este mundo, son pocos los misioneros y son pocos sus recursos. En nuestras
ciudades y pueblos, en nuestras diócesis y parroquias: son pocos los sacerdotes y las religiosas,
son pocas y pocos nuestros catequistas (de niños, jóvenes y adultos), tenemos
pocos o más bien nada, de trabajadores apostólicos en los diversos ambientes:
en el mundo del trabajo, en las maquiladoras, en el ambiente rural, en los
movimientos feministas, en el campo de los derechos humanos, en los medios
intelectuales, en la pastoral familiar, etc., etc. A nosotros nos toca trabajar
para suscitar a todos estos agentes en nuestras iglesias, pero en el origen,
está el llamado del Padre. Jesucristo nos enseña a pedirle a él que envíe
operarios a su mies. Hemos de sentirnos indigentes ante la problemática tan
diversa que presentan nuestras sociedades: la pobreza, la ignorancia, la
violencia, el materialismo, el consumismo, egoísmo, los odios, rencores, la
desintegración personal, familiar, social. Hemos de sentirnos necesitados de su
salvación. Entremos en el corazón de Jesús que no hace las cosas como un
funcionario sino que sintió como muy propia la necesidad que tiene nuestra
gente de ser enseñada, salvada, evangelizada, convertida. ¿Lo sentimos así los
sacerdotes? ¿Lo sienten así nuestros laicos?
¿A
qué nos envía Jesús, a conquistar el mundo? Claro que no. No nos proporciona
armas, ni poder político o económico. Vamos despojados, sólo en su nombre y con
su santo Espíritu, penetrados de su espiritualidad de Enviado del Padre. Si
somos misioneros de la gratuidad del Padre, hemos de vivirla. Somos enviados a
llevar la buena noticia de que el reino de Dios está cerca. Dos veces se
menciona en este breve pasaje; y dos veces lo escuchamos en el evangelio del
domingo pasado. Habría que puntualizar, porque luego se nos olvida y nos vamos
por otro lado, que éste es el punto central de nuestra misión, de todos los
católicos: el reino de Dios. No es nuestra religiosidad, no son nuestros rezos
o nuestro culto el que llevamos por delante. No. Lo que llevamos a este mundo,
es el proyecto de Dios de una humanidad donde reine su amor, su paz, su
justicia, su misericordia.
Con
frecuencia comprobamos que Jesucristo nos envía como corderos en medio de
lobos. El crimen organizado ha asesinado recientemente a dos sacerdotes muy
cercanos a nosotros. Él mismo fue ejecutado en la cruz. Estaba desarmado, ni
los ángeles vinieron en su defensa. Ha habido épocas, en estos dos mil años de
su historia, en que nuestra Iglesia se ha mostrado poderosa, en recursos y
armamento. Nos hemos tomado la facultad de ser jueces, dominadores, ejecutores.
Pero la Iglesia de Jesucristo no es ésa. La de Jesús es una Iglesia pobre y
despojada. En una Iglesia así resplandece con más nitidez la buena noticia en
persona que es Jesucristo.
Y
no dejemos de lado el final de este pasaje evangélico: la amargura, la
frustración no son propias del verdadero discípulo: "Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría”. Pobres
pero contentos son los discípulos enviados, desposeídos pero llenos de alegría.
Nosotros constatamos a cada momento que Jesucristo, como lo prometió Dios por
medio de Isaías (primera lectura), está siendo la felicidad de las personas a
partir de su espiritualidad, y qué decir de que nuestros nombres y de toda
nuestra gente están escritos en el cielo.