Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     





(Fomentemos en todos nuestros católicos la lectura diaria de los santos evangelios. Vayamos haciendo una Iglesia, en sus miembros, discípula del Señor Jesucristo. El Papa Francisco nos pide: "tomemos el Evangelio en la mano, cada día un pequeño pasaje para leer y releer”. 24 enero 2022).

 

JESÚS, EL SAMARITANO COMPASIVO

Domingo 10 de julio de 2022, 15° ordinario

Lucas 10,25-37.

Carlos Pérez B., pbro.

 

Este pasaje evangélico en el que leemos el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, lo encontramos en tres evangelios: Mateo, Marcos y Lucas. En san Marcos la pregunta del escriba es: "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” (Marcos 12,28); en san Mateo, un fariseo: "¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mateo 22,34). En cambio, en san Lucas, la pregunta del maestro o doctor de la ley de Dios, es "¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” En Mateo y Marcos, es Jesús el que responde a la pregunta diciendo que el amor a Dios y al prójimo son los mandamientos más importantes. En Lucas, Jesús encuentra la manera de que el mismo maestro de la ley responda a su propia pregunta: "¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”

Quizá nosotros nos hagamos la pregunta de otra manera: ¿qué es lo más importante de la religión? Nuestras propias respuestas, dadas desde nuestra vida, pueden ser variadas: algunos dirán que basta con creer en Dios (como un acto meramente mental); otros, que los rezos; otros dirán que visitar a Dios en el templo; es posible que algunos pocos digan que ir a misa, o de vez en cuando, o todos los domingos.

Dicen los estudiosos de la Biblia, que la ley de Moisés tiene más de 600 mandamientos (muchos más que los 10 que nos aprendimos en el catecismo). Los judíos acostumbraban recitar todos los días el "Shemá, Israel”, por eso inmediatamente le respondió a Jesús lo que escuchamos en el evangelio: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo” (Deuteronomio 6,5 y Levítico 19,18).

Esta respuesta mental y verbal es muy correcta, el problema está en el ‘cómo’, cómo amar a Dios y cómo amar al prójimo. A Dios le podemos expresar nuestro amor rezándole, ofreciéndole donativos y flores, alabanzas y cantos, culto, mucho culto. ¿Así quiere Dios ser amado? Como que Jesucristo nos responde aquí en el evangelio que no hay mejor manera de amar a Dios que amándolo en el prójimo. Y es verdad, ¿qué necesita Dios como para que se lo podamos procurar? ¿Acaso tiene hambre, tiene frío, tiene sed? En el prójimo claro que sí padece necesidad. Por eso nuestro Señor nos ofrece una parábola que nos estremece a todos los seres humanos, no sólo a los que nos decimos creyentes.

Debemos tener presente que ésta es una parábola, es decir, que Jesucristo escoge los personajes, él los coloca según sus propósitos evangelizadores, Jesús le pone a cada quien su comportamiento. En otras palabras, todo está acomodado para hacernos ver lo que él quiere que veamos, es decir, son sus propios acentos, y así la debemos acoger nosotros, gentes muy metidas en religión, pero también quienes están muy metidos en política o en negocios. Claro que sus parábolas las elabora Jesús desde su experiencia, desde su realidad, no arbitrariamente.

El sacerdote y el levita, que dieron un rodeo, seguramente iban o venían del templo, de darle culto a Dios, porque se trataba del camino que va de Jerusalén a Jericó. Pero dieron un rodeo al ver al hombre asaltado y herido. El samaritano, en cambio, nunca subía al templo para adorar a Dios, era un cismático, un segregado de la religión judía. Pero, en esta ocasión, hizo lo que los tres debieron hacer: asistir al prójimo. El samaritano tuvo compasión de un ser humano (No lo dice Jesús pero seguramente el asaltado era un judío). A mí no me gusta llamarle "la parábola del buen samaritano”, sino "la parábola del samaritano compasivo”, porque la palabra ‘buen’ suena muy moralista, así como que se trataba de alguien que rezaba, que pagaba sus diezmos, que ayunaba dos veces a la semana, etc. (como describe nuestro Señor a una persona muy religiosa en este mismo evangelio de san Lucas, 18,12). Pero Cristo no dice que era bueno sino que tuvo compasión, una de las principales cualidades del Dios verdadero.

Así es que, en conclusión, la vida eterna se juega en la compasión, lo más importante de nuestra religión cristiana, lo que Jesús quiere fomentar en el corazón de nosotros sus discípulos. Amor, compasión, misericordia, caridad son como sinónimos en la sagrada Escritura.

Los creyentes afirmamos contundentemente que en realidad ese samaritano es el propio Jesús.

Primero, porque Jesucristo vivió como un paria o excluido en su patria y religión. No fue una persona del templo, no era sacerdote ni levita. Las ceremonias no eran lo suyo. Y terminó crucificado.

Segundo, porque vivió la compasión como sólo Dios la puede vivir: ahí están el ciego que pedía limosna, las mujeres contaminadas, el paralítico; ahí están las muchedumbres que lo movían a compasión, los leprosos (ver Lucas 17,13). Jesús no temió pasar por un contaminado al acoger a los pecadores y tocar a los contaminados. Seguramente por eso el levita y el sacerdote evitaron al herido que pensaron que estaba muerto.

 


 

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