JESÚS,
ENSÉÑANOS A VIVIR EVANGÉLICAMENTE EL CONFLICTO
Domingo 14 de agosto de 2022, 20° ordinario
Lucas 12,49-53.
Carlos Pérez B., pbro.
Yo creo que a todos nos
desconciertan estas palabras de Jesús que acabamos de escuchar en el evangelio.
Las repito para que nos queden más claras: "He venido a traer fuego a la tierra ¡y cuánto desearía
que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo ¡y cómo me angustio
mientras llega! ¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún
modo. No he venido a traer la paz, sino la división”.
Todos
queremos la paz, le pedimos a Dios este don tan precioso, hacemos hasta
jornadas de varias semanas para suplicarla. Todos queremos la paz,
especialmente para nuestros niños, para los más inocentes y frágiles, para los
pobres.
¿Pero
qué pensamos? ¿Jesucristo vino a traer o no la paz a la tierra? Pues nosotros
pensamos que sí, desde que nació en Belén, desde que estaba en el seno de su
madre, lo leemos en este mismo evangelio según san Lucas. Zacarías, teniendo
ahí de visita a la madre del Salvador, con su criatura de pocas semanas de
concebido, decía en su oración y cántico en el momento en que nació el
precursor Juan: "Por la entrañable
misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para
iluminar a los que viven en tiniebla y sombra de muerte, para guiar nuestros
pasos por el camino de la paz”. Y cuando nació Jesús, los ángeles fueron a
invitar a los pastores con el cántico de la paz, tema que tanto nos gusta
proclamar en la noche y en los días de navidad, incluso a lo largo del año: "Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en
quienes él se complace” (Lucas 2,14).
Entonces, ¿por qué dice Jesús las cosas así,
a qué se refiere? Como creyentes sabemos que Jesús no está cayendo en
contradicción, sino que nos está ofreciendo una enseñanza muy profunda. Él vino
a traer a este mundo la paz de Dios, la paz profunda, la paz verdadera. No ha
venido a traer esa paz a la que estamos acostumbrados, la paz superficial, la
paz engañosa, aparente, la paz a la fuerza, fruto de la violencia y del poder;
la paz que en definitiva no es paz. Jesucristo no vino a hacerle la guerra a
ninguna persona, pero se topó con la cerrazón del mundo. El libro de la Sabiduría
bien describe la suerte de Jesús: "Tendamos lazos al justo,
que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara faltas
contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra educación. Se gloría de
tener el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Es un
reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una
vida distinta de todas y sus caminos son extraños. Nos tiene por bastardos, se
aparta de nuestros caminos como de impurezas; proclama dichosa la suerte final
de los justos y se ufana de tener a Dios por padre. Veamos si sus palabras son
verdaderas, examinemos lo que pasará en su tránsito. Pues si el justo es hijo
de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de sus enemigos. Sometámosle
al ultraje y al tormento para conocer su temple y probar su entereza. Condenémosle
a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le visitará”. (Sabiduría 2,12-20).
Jesucristo,
mejor que nadie, sabe el momento que va a vivir al llegar a Jerusalén. Aunque él
traiga la propuesta más profunda, inmensa y gratuita del corazón del Padre
Dios, aunque él sea el portador de la alegría, la auténtica, la que procede de
Dios, se va a enfrentar con corazones cerrados, los que se encuentran por
doquier, en las esferas del poder, de la política, de la religión (no caigamos
en la fantasía de que todas las religiones, que son relaciones con la
divinidad, ofrecen la paz), hasta en nuestros ambientes laborales y domésticos.
Jesucristo menciona a padres, hijos, suegras, nueras. Si algo conocemos por
experiencia propia es precisamente esto que Jesús menciona.
No,
Jesús no vino a traer una paz facilona. La paz de Jesucristo es fruto de la
conversión, del cambio de vida, de corazón, de cambio del entorno social. Hay
que leer los cuatro evangelios para constatar que la vida y el ministerio de
Jesús estuvo lleno de momentos conflictivos. Y al final, el Hijo de Dios se
someterá a los peores sentimientos y acciones de los hombres: el odio, la
envidia, el egoísmo, la ambición de poder. El resultado será la muerte, su
propia muerte, su entrega de la vida. En este acto extremo está nuestra
salvación, la salvación de todo el género humano.
Las
palabras que hoy nos dirige Jesús en el evangelio, son una advertencia para
todos los que nos consideramos sus discípulos. Llevar a todo el mundo esta
Buena Noticia de la entrega salvadora de la vida de Jesús, también a nosotros
nos puede costar el rechazo y la muerte por parte de muchos corazones cerrados.
Sobre aviso no hay engaño. Así ha sucedido a tantos cristianos y cristianas
mártires (testigos) desde los primeros tiempos de la Iglesia hasta nuestros
días.