(Decía el p. Chevrier hablando de su vocación: "El Hijo de Dios ha bajado
a la tierra para salvar a los hombres y convertir a los pecadores. ¿Y qué
vemos, sin embargo? Los hombres siguen condenándose. Entonces me decidí a
seguir más de cerca a Nuestro Señor Jesucristo, para hacerme más capaz de
trabajar eficazmente en la salvación de las almas, y mi deseo es que también
ustedes sigan de cerca a Nuestro Señor” (Escritos Espirituales p. 12).
EL
EVANGELIO DE LA MISERICORDIA
Domingo 11 de septiembre de 2022, 24°
ordinario
Lucas 15,1-32.
Carlos Pérez B., pbro.
Estamos en el mes de la
Biblia, que es la Palabra de Dios escrita. Sirvamos a la conciencia de todos
nuestros católicos para que vivan esta gran verdad: nuestra fe está puesta en
un Dios que habla, no en un dios mudo, y nosotros no somos creyentes sordos a
la voz de Dios. A Dios lo escuchamos en los patriarcas, en los profetas, en los
apóstoles, pero de manera especial y central, en su Hijo Jesucristo. Nosotros
somos cristianos porque vivimos a la escucha constante de la Palabra del
Maestro. La persona que sólo vive una rutina religiosa, no es en verdad
cristiana. Verdadera cristiana, verdadero cristiano es aquel que día con día se
sabe llamado por Jesús. Con esta actitud acogemos el evangelio de hoy, acogemos
a Jesucristo la buena noticia en persona para este mundo, una buena noticia
universal, no meramente religiosista.
Hoy el evangelista san
Lucas nos presenta a Jesús rodeado de publicanos y pecadores. Y los fariseos,
en su murmuración, nos amplían la imagen de Jesús al decir que comía con ellos.
Es cierto. Pero es algo grave en su mentalidad y costumbres judías: quien comparte
la mesa con alguien, es que está en comunión con él. ¿Qué clase de Maestro es
éste que convive con los pecadores? ¿Qué clase de religión es la que promueve
si no se aparta de ellos?
Jesucristo da cuenta de su
comportamiento, a los escribas y fariseos que murmuraban de él. Es que ellos
eran grupos y escuelas cerradas a los pecadores, paganos, impuros, en general,
estaban cerrados al pueblo más pobre e inculto. Y precisamente para todos ellos
había venido el Hijo de Dios.
Con tres parábolas nos
explica maravillosamente su comportamiento. Las tres se abren con una frase
bien directa a nuestra memoria, a nuestros corazones: ¿Quién de ustedes? ¿Quién de nosotros, apoco no se pone feliz
cuando recupera algo que se le ha perdido? ¿Una oveja, una moneda, un hijo?
Jesucristo nos invita a entrar en nosotros mismos, en nuestra propia
experiencia, para que a partir de ella entendamos a Dios Padre y a su Hijo
Jesucristo cuando recuperan a un hijo perdido. Hagamos memoria de esos
momentos. Habrá quienes hayan recuperado un auto, un dinero; el campesino que
recupera una becerra, ¡los papás que recuperan a un hijo desaparecido! Hay
ocasiones que hemos visto esos encuentros por la televisión, o quizá los
hayamos vivido de cerca. Todos nos vemos envueltos en la alegría.
Pues bien, ¿qué les pasa a
los escribas y fariseos que no se dejan envolver en esa alegría de Dios? ¿Por
qué cuando se trata de pecadores, algunos nos resistimos a entrar en el gozo de
Dios? Pensemos en nuestros enemigos que se convierten, en los delincuentes que
posiblemente nos hayan hecho daño, pensemos en los pobres seres humanos que
viven atrapados en el crimen organizado. ¿No deseamos que les caiga un toque
divino que los mueva a la conversión, ese cambio de vida que es salvación para
todos? Pensemos también en nosotros mismos que somos pecadores. La conclusión
de la parábola de la oveja perdida, en el evangelio según san Mateo, dice: "no es voluntad de su Padre celestial que se
pierda uno solo de estos pequeños” (Mateo 18,14). Repitamos, Dios no quiere
que se pierda nadie, ningún ser humano. ¿Eso queremos también nosotros? La de Jesús
no es una religión justiciera. Puede ser que algunas ideologías y movimientos
sociales sí lo sean. Junto con Jesús, más aún, por impulso de Jesús, somos la
religión de la misericordia.
Jesucristo nos describe la
toma de conciencia y el arrepentimiento del hijo pródigo. Ese momento es el
comienzo de su retorno al Padre. Pero el acento, indudablemente, está puesto en
ese gran padre que es el Padre eterno, como lo conoce bien Jesucristo. Es
necesario que nos detengamos en los detalles que nos ofrece Jesús: lo vio de
lejos, se conmovieron sus entrañas, corrió a su encuentro, lo llenó de abrazos
y besos, mandó que lo vistieran y lo calzaran, que le pusieran un anillo, mandó
hacer fiesta (la fiesta la traía él en su corazón), y aún sale a invitar a su
hijo mayor a entrar en esa su fiesta.
Celebremos la misericordia y la alegría de Dios en esta Eucaristía.