LA FIESTA DE DIOS ¿QUIÉNES SON LOS INVITADOS?
Domingo 28° del tiempo ordinario, 15 octubre
2023
Isaías 25,6-10;
Mateo 22,1-14.
Carlos Pérez B., Pbro.
Continuamos contemplando y escuchando a Jesucristo nuestro Maestro
hablando, en tono sumamente conflictivo, con los sumos sacerdotes y los
ancianos del sanedrín en los atrios del templo de Jerusalén. Recordemos que
Jesús había llegado a esta ciudad, y había expulsado a los vendedores del
templo. Fueron ellos los que se sintieron afectados por esta acción. Jesucristo a eso había llegado a
la ciudad santa, a enfrentarse con estos dirigentes del pueblo y de la religión
judía, a confrontar su proyecto de salvación, recibido del Padre, con el proyecto
de religión que ellos imponían sobre el pueblo, un proyecto estéril, una
estructura que no salvaba, tanto el templo material como su religiosidad
legalista y excluyente, inmisericorde y discriminadora.
Jesucristo nos dice que el reino de los cielos es como una fiesta o un
banquete de bodas. Y si habla del reino, lo mismo debemos entender de nuestra
espiritualidad y de toda nuestra vida cristiana. Dios nos invita a su obra de
la salvación de cada uno y de la humanidad, como el rey invita a una fiesta.
¡Qué atrayente invitación! A todos nos gusta la fiesta, porque en ella hay
alegría, música, comida, cantos, baile, fraternidad, cariño, amor, no sólo de
los novios, sino de todos, como una familia. A los niños les encanta la fiesta,
los juegos infantiles, los brincos, los gritos. A los pobres también les gusta
la fiesta, como un paréntesis en sus luchas cotidianas. El profeta Isaías,
primera lectura, nos ofrece la hermosa convocatoria al banquete de Dios.
Convendría repasar el pasaje.
El Papa Francisco nos dice: "un evangelizador no debería tener
permanentemente cara de funeral” (Evangelii Gaudium 10). Antiguamente las
personas más católicas se distinguían por tener cara seria, como si la sonrisa,
la risa, las carcajadas, fueran cosa del mundo. Incluso así nos gustaba pintar
a nuestros santos, con cara de melancolía.
No es ésta la única vez en que nuestro señor Jesucristo nos habla de la
salvación como una fiesta de bodas: lo vemos en las bodas de Caná, en las
muchachas de Mateo 25 que esperan la llegada del novio, en la respuesta que les
da Jesús a los fariseos que le preguntan por qué sus discípulos no ayunan, porque
el novio está con ellos. Incluso sus milagros provocan la alegría del pueblo,
la experiencia de la salvación, como el milagro de los panes, la curación de
los enfermos, la purificación de los impuros, etc.
Hay que decir que esta parábola en realidad son dos. Y lo decimos porque
san Lucas sólo trae la primera parte, en el capítulo 14. Además, si el rey del
primer banquete manda a sus siervos que traigan a todos los que encuentren, en
los cruces de los caminos, pues no se entiende que se indigne con alguno que no
viene vestido apropiadamente para la fiesta. Así es que la segunda parte
debería comenzar igual que la primera: "el reino de los cielos es semejante…”
En la primera parábola, Jesucristo les está echando en cara a los sumos
sacerdotes y ancianos del sanedrín, como también a los escribas y fariseos, que
ellos son como los invitados a una fiesta y se niegan a asistir. Así tal cual,
con su religiosidad tan estrecha y ritualista, están desairando a Dios mismo
que ha salido a invitarlos, por los profetas y por su mismo Hijo, a la fiesta
de la vida, no de las prácticas de la ley, sino a la fiesta de la gracia para
todos los seres humanos, no sólo para los más religiosos. Pero ellos curiosamente
prefieren aferrarse a su religión. Merecen que ya no se les invite. ¿No nos
queda esta parábola a infinidad de católicos que no apreciamos la fiesta de Dios
y no participamos en ella? Ciertamente la culpa es de nosotros los clérigos,
que no buscamos la manera de que nuestros sacramentos sean vividos como una
fiesta. También la jerarquía eclesiástica tiene mucha responsabilidad al
obligarnos a ritos que ya no hacen vibrar al pueblo de este siglo XXI. La
verdad es que no celebramos la vida concreta del pueblo, sus alegrías, sus
esperanzas, ni sus penas y sus dolores. Esperamos que este período sinodal en
el que estamos, nos haga tomar conciencia de esto.
En relación con la segunda parábola hay que explicar cuál es el vestido
adecuado de la fiesta, en sintonía, no con nuestros criterios mundanos, sino
con las enseñanzas de Jesús. No vayamos a pensar que sólo los ricos, que se
pueden vestir elegantemente, son los invitados a la fiesta de Dios. Es al
revés, los invitados a la fiesta de Jesús son precisamente los pobres. Hay que
constatarlo en los evangelios. El traje de fiesta del banquete de Dios no está
en exterioridades, sino en el corazón, en el espíritu, en las actitudes y los
comportamientos. Por ejemplo, en la parábola del fariseo y el publicano, de
Lucas 18,9. ¿Cuál de los dos quedó bien con Dios? El que se presentó humilde y
que reconoció sus pecados, no el soberbio que se creía bueno. En el sermón de
la montaña (Mateo 5) y en el del llano (Lucas 6), ¿a quiénes declara Jesús felices?
O, en el capítulo 6, la oración, la penitencia y la caridad que Dios aprecia,
es la que se hace sin presumir o aparentar. El mismo Jesucristo nuestro Señor
llegó al templo de manera distinta, no como un magistrado distinguido, sino
como un galileo artesano, como un maestro de los pobres.