Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     


 
LA SANTÍSIMA TRINIDAD NO ES UNA FÓRMULA MATEMÁTICA
Comentario a las lecturas de la Misa del domingo 30 de mayo del 2010.
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
 
     La Santísima Trinidad no es una fórmula matemática. Hemos aprendido desde el catecismo que hay un solo Dios verdadero y tres Personas distintas. Y luego, nos hacemos bolas tratando de explicar cómo puede ser este misterio. No es la mejor manera de hablar de Dios pero así lo presenta el prefacio de la Misa de hoy: "Padre santo, Dios todopoderoso y eterno. Que con tu Hijo y el Espíritu Santo, eres un solo Dios, un solo Señor, no en la singularidad de una sola persona, sino en la unidad de una sola sustancia”. Y si escuchamos la oración inicial de la Misa (llamada oración colecta) nos quedamos de una pieza.
     El nombre de "Santísima Trinidad”, nunca lo utilizó nuestro señor Jesucristo, no lo encontramos así en los santos evangelios ni en el resto de la sagrada Escritura. Nuestro Señor nos habla más bien del Padre, de su Enviado Jesucristo y del Espíritu Santo. Estos nombres sí los encontramos en la Biblia, en el Nuevo Testamento. Y para hablar de Dios, y para relacionarnos con él, es mejor utilizar el catecismo que impartió el mismo Hijo de Dios con aquellas gentes. ¿Cómo habló de Dios Jesucristo? Convendría hacer un repaso completo de los cuatro evangelios. Por lo menos hagamos mención de algunos pasajes:
     Los judíos no estaban acostumbrados a relacionarse con Dios ni a hablar de él con el trato de "Padre”. Ni siquiera aceptaban que hubiera un Hijo eterno y su Santo Espíritu. Los judíos tenían una relación de mucho temor sagrado. Dios era para ellos alguien lejano, distante, más aún, severo, castigador, celoso. Lo conocían con varios nombres: Elí, Elohim, El Sadday, Yahveh ó Jehovah. Deformaban la pronunciación del nombre de Yahveh por un respeto muy sagrado hacia el nombre de Dios. Estos nombres los encontramos en el Antiguo Testamento.
     Jesucristo se presentó con una novedad para el pueblo más sencillo de Galilea. Les habló de Dios como ningún escriba de esos tiempos, ni como ningún profeta lo había hecho con anterioridad, ni como ninguno de los eclesiásticos de hoy día lo puede hacer. Les habló de Dios como sólo un buen Hijo puede hablar de un buen Padre: un padre que transmite la vida, que ama a los suyos con ternura, que les procura el pan de cada día, el vestido, la protección. Por ejemplo podemos repasar Mateo 6,25-34: "No anden preocupados por su vida, qué comerán,… con qué se vestirán… Miren las aves del cielo… observen los lirios del campo… Ya sabe su Padre celestial que ustedes tienen necesidad de todo eso". O aquella parábola tan escalofriante de Lucas 15,11-32. ¿La recuerdan? Es la parábola del Padre misericordioso, que ama entrañablemente (con entrañas maternas) a sus dos hijos. Pero Jesucristo no sólo hablaba del Padre, lo hacía presente en su misma Persona: su abandono en las manos del Padre lo vemos palpablemente en él, su confianza absoluta. Por eso lo vemos recostado en un pesebre, en el desierto, sin una almohada donde reclinar la cabeza, crucificado. Jesús era la misericordia del Padre hecha Hijo encarnado.
     Esta manera de hablar de Dios verdaderamente que atrae. Si nosotros no atraemos a los considerados malos en esta sociedad, es porque no sabemos presentar a Dios, al Dios verdadero.
     Jesucristo no necesitaba presentarse a sí mismo, bastaba escucharlo para darse cuenta que sólo un Hijo puede hablar así de su Padre. Bastaba escucharlo y contemplarlo en toda su Persona para darse cuenta que era tan divinamente humano. O como decía un pensador católico: "hombre como Jesús, sólo Dios": por su misericordia, por su manera de acercarse a los pecadores, a los enfermos, a los niños, a todos los marginados. De tal palo, tal astilla, dice nuestra gente. Los evangelios son un testimonio de primera mano de la experiencia que tuvieron de Jesús aquellos que anduvieron con él: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida" (1 Juan 1,1).
     Finalmente Jesucristo, como nadie antes que él, porque sólo él vivía la comunión perfecta en el seno de Dios, vino a presentarnos a esa Persona desconocida hasta entonces pero no por eso inactiva, que es el Espíritu Divino. ¿Qué nos enseña Jesús del Espíritu Santo? En primer lugar hay que decir que más que hablar de él, Jesucristo se dejaba conducir por él. La humanidad asumida por el Hijo era obra del Espíritu Santo, que fue quien fecundó el seno de María, que llenó de entusiasmo a aquellos primeros creyentes que acogieron al Hijo de Dios, Espíritu que fue forjando en la oración y en la obediencia a Jesucristo. El domingo pasado, fiesta de Pentecostés, celebramos su venida. Jesucristo nos enseñó a palpar y a obedecer el soplo del Espíritu que suscita cambios profundos en nuestro mundo. Es quien derrama el amor de Dios en nuestros corazones, como lo dice san Pablo en Romanos 5,5. ¡Qué gracia más grande!
     Hoy escuchamos en el evangelio de san Juan, de labios de Jesús, una presentación de estas tres divinas personas: "cuando venga el Espíritu de verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío".
 

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