Maximino Cerezo Barredo, Pintor de la Liberación     


 
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LA IGLESIA Y LA CARAVANA POR LA PAZ
Viernes 10 de junio del 2011
Carlos Pérez Barrera, Pbro.
 
     Considero una gracia de Dios la oportunidad que tuve de participar en la caravana por la paz a su paso por nuestra ciudad de Chihuahua. A pesar del cúmulo de desgracias, sufrimientos y dolores de tantas personas que nos aglutinan en esta marcha, sostengo que ha sido una gracia.
     En el Concilio nuestra Iglesia proclamó que "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón" (Gaudium et Spes, 1). Esta frase no debe quedar en un mero documento, como tantas declaraciones de nuestra Iglesia y sus integrantes. La de ayer fue una verdadera oportunidad para hacerla realidad tangible. Conmovía hasta las entrañas los relatos vivos de las víctimas directas del clima que padecemos toda la sociedad. Los hemos escuchado en los medios de comunicación, pero nada suple el contacto directo, la escucha, la palabra, el abrazo a algunas de ellas.
     ¿Estaba nuestra Iglesia ahí presente? Sí y no.
     Esta mañana del jueves era un momento de escuela para nuestros niños y jóvenes, era un día laboral para la mayoría de nuestros católicos. Los sacerdotes estábamos en reunión general del clero en la casa de la Iglesia. Yo me salí de esa reunión, pero considero muy afortunado el que no se haya realizado en sábado o en domingo, o en una de esas tardes que tiene uno saturada la agenda de citas de personas. Y es que en la parroquia soy el único sacerdote, el único entre decenas de miles de católicos que puede presidir la Eucaristía, o las confesiones, o atender a tantas personas presbiteralmente.
     Nuestra Iglesia no se hizo presente porque no nos organizamos las parroquias para recibir a esta caravana que traía una palabra de consuelo para los sufrientes, y un clamor de paz, de justicia y de dignidad para autoridades y para toda la sociedad. Al menos los sacerdotes que estamos más directamente en la pastoral social diocesana debimos haber entrado en comunicación con la caravana. Ahí se dejan ver nuestras carencias en este renglón tan fundamental de nuestra vida de fe como es el aspecto social, el que le da calidad de verdad a nuestra fe.
     Nuestra Iglesia sí se hizo presente porque la mayoría de los participantes en el recibimiento y acompañamiento de la caravana eran católicos, ahí nos reconocimos. No era una peregrinación católica, sino diversa en sus ideologías y creencias. Ahí estábamos los laicos, algunas religiosas, algunos sacerdotes (estos últimos por lo menos éramos cuatro. Mejor hubiera sido si un grupo más grande nos hubiéramos ausentado en ese momento de la reunión del clero que en esta ocasión nos congregaba para estudiar acerca del diablo. Habríamos contemplado su obra en todas estas desgracias. Y mejor aún si una comitiva hubiéramos sido enviados por el obispo y el presbiterio a este recibimiento).
     Esta clase de movimientos son la democracia en la que muchos creemos y queremos: la de las movilizaciones sociales, no tanto la de los partidos que generalmente se reduce al día de las elecciones. Esta otra es la fuerza de la ciudadanía, la de todos los días, la que involucra su vida, la que no es afán de poder. Si Jesucristo me permite parafrasearlo, yo diría que ahí donde dos o tres se reunen para pedir paz y justicia, ahí donde dos o tres se organizan para defender los derechos humanos, ahí está la verdadera democracia.
     Ésta es también la Iglesia en la que creemos y queremos, la que hace suyos los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los pobres.
 

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