EL REINO DE DIOS ES COMO UNA FIESTA DE BODAS Domingo 9 de octubre del 2011, 28º ordinario Comentario a Mateo 22,1-14. Carlos Pérez Barrera, Pbro. Jesucristo, en congruencia con toda su actividad que venía realizando desde Galilea, al llegar a Jerusalén, y al enfrentarse a las autoridades del templo, continúa anunciando la buena noticia del Reino de Dios. ¿Cómo lo anuncia, cómo lo presenta, cómo lo hace presente en su palabra y en su persona? En Galilea lo venía anunciando de manera muy suave y atractiva: el reino de Dios es como un sembrador, como un grano de mostaza, como la levadura que una mujer mezcla con harina, como un tesoro, como una perla, etc. Antes nos había hablado de las felicidades y los felices a quienes pertenece el Reino. En Jerusalén, en los atrios del tempo, a los notables de los judíos, Jesucristo continúa presentándoles el Reino de una manera atractiva, pero los destinatarios de esa buena noticia la hacen aparecer muy severa, áspera, hasta agresiva. Continúa siendo atractiva esta noticia del Reino porque lo compara con un padre que tenía dos hijos a quienes envía a trabajar a la viña. ¿Quién no ve en esta parábola esa imagen de armonía familiar con todas sus limitaciones propias? Compara el Reino con una viña. ¿A qué judío no le resultaba agradable el fruto de la vid: la uva y el vino? Y ahora presenta el Reino como una fiesta de bodas. La fiesta nos trae a la mente la música, las danzas, las risas, la alegría, convivencia, amistad, compartir, comida, bebida. En sintonía con esta parábola, la Iglesia nos ofrece el pasaje de Isaías en el que Dios nos convida al banquete de su Hijo. Lo escuchamos con estas palabras: "En aquel día, el Señor del universo preparará sobre este monte un festín con platillos suculentos para todos los pueblos; un banquete con vinos exquisitos y manjares sustanciosos. El arrancará en este monte el velo que cubre el rostro de todos los pueblos, el paño que oscurece a todas las naciones. Destruirá la muerte para siempre; el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y borrará de toda la tierra la afrenta de su pueblo”. Lo mismo el salmo 23 nos habla de los pastos, de las aguas de descanso de Dios, de la casa del Señor donde deseamos habitar el resto de nuestras vidas. Al parecer, dicen los estudiosos de la Biblia, que se trata de dos parábolas que la redacción de san Mateo ha presentado como si fuera una. Y es que resulta poco aceptable que los criados hayan salido a traer a todo mundo de los caminos y que luego el rey se moleste porque haya ahí alguien que no traiga su vestido de fiesta. Por eso se dice que los versículos 11 al 14 son en realidad otra parábola. Podemos comparar este pasaje con el correspondiente de san Lucas 14. La parte violenta de la parábola de san Mateo se refiere a la destrucción de la ciudad de Jerusalén que sucedió el año 70. Sin embargo, a pesar del atractivo de su presentación del Reino, consigue un resultado agrio en sus destinatarios: los sumos sacerdotes, los ancianos o presbíteros del templo, los fariseos, que después de escuchar a Jesús, celebran consejo para encontrar la forma de sorprenderlo en alguna palabra. Mirando a Jesús nos preguntamos para nosotros mismos: ¿cómo estamos presentando y cómo hacemos presente el Reino en nuestra palabra, en nuestra persona, en nuestra comunidad eclesial? Para nuestras gentes sencillas, ¿es atractivo el Reino, es atractiva nuestra vida de Iglesia? ¿Vivimos nuestra vida como una fiesta, como un evento infantil? ¿No será más algo aburrido que en vez de atraer provoca repulsa o fastidio? Tenemos que revisar nuestras misas y demás sacramentos. A las bodas y quinceañeras los invitados no acuden a la celebración religiosa, sólo unos pocos; en cambio, al festejo, al baile, todo mundo va. Tenemos que revisar nuestros grupos de niños, jóvenes y adultos. Tenemos que revisar toda nuestra vida de Iglesia. ¿Somos cristianos alegres, somos una Iglesia que derrocha felicidad? ¿Es nuestra Iglesia la fiesta de los pobres? Y para los orgullosos, los soberbios, los encumbrados del poder religioso, económico y político, ¿cómo les anunciamos el Reino con nuestra palabra y nuestra vida, los invitamos a la conversión? ¿O les seguimos la corriente? ¿Los invitamos a la fiesta de Dios a la que se están resistiendo a asistir y a participar? En la medida que vayamos revisando nuestra vida de Iglesia y adecuándola al mensaje de Jesucristo, hagamos llegar la convocatoria a todos los católicos de nombre, a todos los seres humanos: el Reino de Dios es como una fiesta de bodas, la vida de Iglesia es como una fiesta, la celebración dominical es en verdad una fiesta, una convivencia fraternal, donde se comparte lo más sagrado que tenemos. La oración no es un tiempo aburrido. Para quien sabe orar profundamente, es en verdad un espacio de encuentro con Dios, con uno mismo, con todo el mundo. Y como Iglesia, queremos que todo este mundo se convierta en una fiesta donde todos estén contentos, profundamente alegres. Para eso nos ha enviado Jesús, para que invitemos a todos, y que, revestidos de la alegría transparente, entren en la fiesta de Dios.
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