A NINGÚN HOMBRE SOBRE LA TIERRA LO LLAMEN ‘PADRE’ Domingo 31º ordinario, 30 de octubre del 2011 Comentario a Mateo 23,1-12. Carlos Pérez Barrera, Pbro. Después de enfrentarse Jesucristo a los diversos grupos dirigentes del pueblo: sacerdotes, ancianos, saduceos, fariseos, escribas, como lo hemos visto en los caps. 21 y 22 de san Mateo, ahora hace el cierre de estos encuentros con el discurso tan fuerte del capítulo 23. El enfrentamiento físico que había tenido con el templo, vemos que no era contra los vendedores ambulantes, sino directamente contra ese tinglado cultual y legal que había desvirtuado los planes de Dios: el templo y la religión que le habían impuesto al pueblo sus dirigentes. Aquí la Iglesia nos hace resonar las palabras de los profetas de la antigüedad, como Malaquías de la primera lectura, quien se lanza contra los sacerdotes porque han extraviado al pueblo y han corrompido la alianza con Dios. Jesucristo va a entregar la vida como un cordero manso, sin embargo, no se queda callado ante aquellos que dirigen la vida del pueblo con tanta incoherencia. Y serán ellos los que lo condenarán a muerte. Esta imagen de Jesucristo como un profeta valiente y claro que nos presenta la comunidad evangélica de san Mateo es su imagen verdadera. Otras veces nos hacemos una imagen muy manejable de Jesús, al gusto de quien la usa. Yo por eso veo tan necesario que todos los católicos estudiemos directamente los santos evangelios, para que no nos quedemos con imágenes parciales acerca de nuestro Señor. Nuestra religión, el ejercicio de nuestra fe, dependen enteramente de la imagen, del conocimiento que tengamos de Jesús. De tal maestro, tales discípulos. Jesucristo, un campesino, una persona sin importancia en aquellos tiempos (en una mirada meramente humana), un venido de la marginada Galilea (imagínenselo exactamente así) se toma la facultad de denunciar que los escribas y fariseos se han sentado en la cátedra de Moisés. Esto quiere decir que se han constituido en maestros del pueblo, en maestros de la ley de Dios, en sus intérpretes autorizados. Pero su conducta deja mucho que desear. ¿Cuántas cosas les gustan a ellos? Les gusta ser vistos por la gente, las anchas filacterias, las orlas del manto, los primeros puestos en los banquetes y reuniones, que se les llame ‘maestros’, ‘padres’ y ‘guías’. Cualquier semejanza con la Iglesia de hoy desgraciadamente no es una coincidencia, sino una realidad. En la sociedad, en la política, en el sindicato, en muchos ambientes, como que es de esperarse que prevalezcan los criterios humanos. Pero nuestra Iglesia no tiene por qué copiar esos comportamientos. Lo dice Jesucristo bien claro: No se dejen llamar ‘maestro’ ”, ni llamen a nadie ‘padre’, ni ‘guía’. No está nuestro Señor prohibiendo el uso de tales palabras, sino el carácter honorífico y diferenciador que conllevan. Por eso digo que nuestra Iglesia no puede ser una sociedad de títulos, sino de personas hermanadas por el mismo Padre, conducidas todas las personas: el Papa, los obispos, los sacerdotes, por el único guía y pastor que es Jesucristo. Todos somos servidores. El evangelio de hoy es una fuerte llamada de atención de nuestro señor Jesucristo para nuestra conversión. Hagamos una iglesia como la que aquí plasma el Maestro. Cómo nos gusta llevar títulos que no denotan ninguna responsabilidad o servicio en la Iglesia: licenciados, doctores, monseñores, excelencias, reverencias, eminencias, santidad. ¿Cuándo seremos capaces en la Iglesia, precisamente porque somos discípulos a la escucha y obediencia de la palabra del Maestro, de renunciar a esos títulos? Denunciaba el profeta Malaquías en su tiempo: "ninguno de ustedes se toma nada a pecho”. Es cierto, nuestra jerarquía eclesiástica como que no se toma en serio o no se propone de corazón cumplir con la palabra sagrada de Jesucristo. La liturgia de hoy pone en nuestros labios un salmo muy bello, el 131(130) como para que lo recitemos con sinceridad de espíritu. "El mayor entre ustedes será su servidor”, dice Jesús. Ser servidores es una marca de identidad que nos pone el Señor. En la Iglesia de hoy, y desde hace siglos, le estamos poniendo mucha atención a la estructura que nos hemos hecho, como si aceptar a la Iglesia, como si el creer en la Iglesia fuera la salvación del mundo. No es así. Nosotros no somos el centro de atención, sino instrumento, sacramento de salvación. Estamos al servicio de la salvación del mundo. Y la salvación del mundo es Jesucristo, es Dios Padre que nos quiere hacer de manera efectiva, palpable y visible, hijos suyos, iguales todos en dignidad.
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