MI ESPÍRITU SE LLENA DE JÚBILO EN DIOS, MI SALVADOR Domingo 3º de adviento, 11 de diciembre del 2011 Comentario a Juan 1, 6-8 y 19-28. Carlos Pérez Barrera, Pbro.
Este domingo la Iglesia nos sale al paso con una palabra muy de Dios: "alégrense”. El domingo pasado Isaías nos decía que Dios quería hablarle al corazón a Jerusalén. Yo ahora quisiera llegar al corazón de cada persona, especialmente a los de corazón quebrantado para decirles: "alégrense”. ¿Acogerían esta palabra? Desde luego que no es tan fácil o tan simple provocar la alegría de todas aquellas gentes que padecen alguna desgracia o situación que los oprime: los pobres, los que batallan para conseguir el sustento para la familia, los que pasan privaciones; no sería fácil alegrar el corazón de las víctimas de la violencia, del delito, de los agobiados por tantos problemas. Y sin embargo, es a ellos a quienes quiere llegar Dios por nuestro ministerio eclesial con esa palabra, "alégrense”. Es la tónica de la Palabra que hoy, tercer domingo de adviento, proclamamos en la liturgia, ya muy cercanos a la Navidad. En la primera lectura de hoy escuchamos del profeta Isaías: "Me alegro en el Señor con toda el alma y me lleno de júbilo en mi Dios; porque me revistió con vestiduras de salvación y me cubrió con un manto de justicia”. El profeta se goza porque ya está a las puertas el retorno del exilio del pueblo de Judá a la tierra que Dios les había dado. Por su parte, en el cántico responsorial, proclamamos aquellas bellas palabras que pronunció María en casa de Isabel, llena del Espíritu Santo: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso los ojos en la humildad de su esclava. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede”. María no se alegra por algún regalo material con que la haya recibido su pariente Isabel. Su gozo se debe a la visita de Dios a su pueblo, y nada menos que a partir de su vientre, el seno de una pobre muchacha pueblerina. Y san Pablo, para no quedarse atrás, nos da la tónica de este tercer domingo de adviento: "Vivan siempre alegres”, le dice a su comunidad cristiana de Tesalónica. No les dice que estén alegres solamente en ese momento, sino que vivan siempre así, tal como traduce el Leccionario. La alegría es la compañera de la esperanza, es la característica del caminar de los cristianos, caminar que vivimos con más intensidad en el tiempo de adviento. El color rosado de la tercera velita de nuestras coronas de adviento es lo que pretende simbolizar, una esperanza cargada de alegría. La alegría acompaña el caminar de los cristianos por la vida y por la historia. Si no vivimos la alegría no seremos realmente cristianos. Nos referimos a la alegría honda, no a la alegría superficial que nos contagia este mundo. ¿Y cuál puede ser el motivo de nuestra alegría en medio de tantas penalidades que nos está tocando padecer? Es posible que algunos de nosotros necesitemos de un buen regalo para que se nos alegre el corazón. Y generalmente los regalos de la navidad son materiales. Pero el motivo de la alegría de los profetas, de Juan, de María, es una Persona, Jesucristo. Ése es nuestro verdadero y único regalo de navidad. Presentarnos a Jesús es todo el afán de Juan bautista, lo escuchamos en la lectura evangélica de hoy. El Bautista no sabe dar razón de sí mismo si no es en relación con el Elegido de Dios. La identidad más profunda de Juan es estar al servicio de Aquel al que estamos esperando con ansia. No importa quién soy, nos diría Juan, lo que interesa es conocer al que bautiza con el Espíritu Santo, nos dirá versículos más delante, al Cordero de Dios, lo dirá señalándoselo a los discípulos, y a nosotros, para que nos vayamos detrás de él. Quienes ponen su corazón en Jesucristo, encuentran la alegría más plena. Es preciso que vayamos acomodando las cosas en nuestra vida y en nuestras personas. Si colocamos a Jesucristo en el centro, adquirimos una espiritualidad a prueba de fuego. Si Jesucristo no está en el centro, nos dejaremos invadir por el desánimo, la tristeza, la amargura, la frustración. En esto consiste la vida cristiana en caminar alegres al encuentro del Señor. Para nosotros no hay bien mayor que ése. A los verdaderos creyentes "ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”, lo dice san Pablo al final del capítulo 8 de la carta a los Romanos.
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